sábado, 14 de marzo de 2020


Grandes superficies es un reto de escritura. Un reto asumido, pero no fácil. Existen muchos tipos de superficies. Unas reales, físicas, espaciales, y otras metafóricas que pueden estar en nosotros mismos, en nuestro cerebro y las asumimos como propias. Enormes, llenas, vacías, inventadas, soñadas. El mismo globo terráqueo es una gran superficie curvada y en ella cabe todo. En este “todo” concurren espacios llenos de personas. Espacios llenos de árboles. Espacios llenos de agua, de nieve, de arena, de luchas, de sufrimiento, de placer, de alegría… y en muchas de estas superficies o espacios, interviene el ser humano: para transformarlo, habitarlo o destruirlo.
Sin aparente motivo, decidí que mi gran superficie sería un aeropuerto. Con frecuencia accedemos a ellos solo por el placer del viaje, aunque el traslado a otros lugares volando, ha sido un sueño del ser humano –el hombre pájaro-- desde siempre, creo. Pero últimamente los aeropuertos, necesarios hoy en día para iniciar un vuelo no auto dirigido, suelen estar atiborrados de gente. Son agobiantes, caóticos, la seguridad fastidiosa, las demoras inoportunas, y los fenómenos meteorológicos, insoportables. A pesar de todo esto, incluyendo las fobias que algunas personas tienen y los accidentes que aunque no con mucha frecuencia ocurren, nos alarga mucho el tiempo y parece que también la vida, lo de viajar en avión. Para utilizar este transporte, hay que ir a esa gran superficie que es el aeropuerto, pasar varios controles, romper los esquemas cronológicos y olvidar que eres un ser humano para convertirte en un paquete con alas que vuela. Pura magia, según se mire.
Habituales son los colapsos en los aeropuertos y también lo son en el ser humano; de ahí la historia, el personaje, el relato. Una mujer, como muchas, en la crisis de los cuarenta. Moderna, luchadora, autosuficiente… cuyo tiempo se le viene encima como un mazazo, o dos, o más, porque está agobiada. Algo no programado, inesperado, sucede. Varias casualidades… ¿o es su destino? Girar el rumbo, apearse, seguir adelante… ¿tender andamios?
Las palabras como medio. Las palabras como resistencia. Las de ella, las que ella suscita, las mías. Describir un espacio, es más o menos fácil. Transmitir las inquietudes de un personaje inventado, en situaciones complicadas, mucho más difícil. Carmen, demanda, transita, percibe, sufre, duda, soporta, un batiburrillo de sentimientos. No es algo excepcional. Actualmente, no son los aeropuertos los únicos que están saturados y colapsados; las personas lo estamos mucho más. Entre los 35 y los 64 años, una de cada 10 mujeres en nuestro país, consume psicofármacos diariamente desde hace muchos años. Son datos reales. Los ataques de ansiedad, también son algo frecuente. Carmen es una de esas mujeres que en su “mochila” ha ido acumulado, a lo largo de la vida, un peso que le sobrepasa. Su cerebro tiene demasiados frentes abiertos  --como la mayoría— y en el aeropuerto, tal vez está, su “salvación”.

miércoles, 11 de marzo de 2020

RELATO ACCIDENTE

Habían discutido como todas las mañanas. Qué este jersey no me lo pongo, que ya lo llevé ayer. Que con los vaqueros, las zapatillas han de ser  blancas, qué si esto…, qué si aquello… Todos los días la misma cantinela. Por muy temprano que se levantara, llegaba con el tiempo justo, o no llegaba, a la parada donde tenía su parada el autobús del colegio, y siempre por culpa de los cambios de ropas, de zapatos o incluso de pelo. Hoy quiero coleta y mañana lo llevo suelto… todos los días era lo mismo, más o menos. Saben, ella y su madre que Anselmo, el chofer, se detiene pocos minutos si no está Cristina en la zona de recogida. Cuando llega, si no ve a la niña esperándolo, sin tan siquiera parar el motor, se larga rápido. Así era.
Irene salía todos los días con  los nervios alterados por culpa de la pequeña. Bueno no tan pequeña. Estaba entrando en la adolescencia y todas sus reacciones, quejas y rabietas, resultaban insoportables. Hoy, no era distinto al resto de los días. Pero si hoy perdían el autobús, no la podría acercar al colegio con su coche, como tenía por costumbre hacer cuando esto ocurría.  Irene hoy tenía una cita muy importante. Una cita que le reportaría muchos beneficios a nivel laboral y además un plus económico también importante. Así que un poco más irritada que otros días, obligó a la niña que saliera a la calle con lo que ella consideró lo más adecuado.
--Ya está bien de contemplaciones, piensa en tu madre aunque sea por una vez y no solo en lo que te pones de modelito— le dijo Irene.
Salieron muy deprisa. La madre empujando a la niña literalmente para que apurara sus pasos. Cruzaron el paseo que las separaba de la calle donde tenía la parada el autobús. Cuando estaban llegando, lo vieron detenido en el sitio habitual, aunque en ese mismo instante, empezaba a moverse. Consumidos seguramente  los minutos de espera, iniciaba la marcha. La distancia  entre el autobús con  la madre y la hija, se fue ampliando en pocos segundos. Ellas, apresuraron el paso de manera inconsciente, tratando de acortar de esta manera  el espacio que las separaba.
--Date prisa Cristina, todavía lo coges, ¡corre!
La niña aceleró aún más sus pisadas hacia la calle con la mochila colgada en su espalda y las zapatillas de última marca, especiales para correr. Miraba al autobús, agitando la mano para llamar la atención de Anselmo, y no vio la moto que llegaba veloz, muy veloz hacia ella. Demasiado rápida para ser un vehículo que circulaba por la ciudad, que rugía como un terremoto y sobre la cual iba sentado un hombre muy grande. Su cabeza era un casco con amplias gafas de sol y su cuerpo un traje de piel completamente negro con unas botas altas claveteadas de chapas brillantes. Apareció de pronto, como un rayo.
Irene estaba en la acera parada, desde donde había animado a su hija a correr. Esperaba comprobar desde allí, que Cristina conseguía detener el bus, subir en él y alejarse hacia el colegio. Seguía sin moverse, de pie, inmóvil, cuando la niña fue arrastrada varios metros, muy cerca de ella, por la rueda delantera de la moto, dejando durante el recorrido, una zapatilla y jirones de la falda plisada a cuadros rojos y azules. La mochila en cambio, no se separó de su cuerpo. Fueron el cuerpo y la mochila un amasijo de libros, tela y sangre desparramados sobre el asfalto. El estruendo del golpe, el chirrido de las ruedas, el frenazo de los coches próximos al motorista, y hasta el autobús --todavía a poca distancia--  que al oír  el golpetazo se detuvo, originaron tal caos en la circulación que  nadie de los que se encontraban próximos sabía hacia dónde dirigirse. El motorista, sin ayuda, se puso en pie, parecía no tener lesiones importantes. El casco seguía en su cabeza, al igual que las botas permanecían en sus piernas. El traje, roto. La moto, en el suelo, no parecía tener consecuencias graves. Las ruedas seguían girando veloces, aunque no avanzaba. Como una bestia agonizante panza arriba, solo los hierros de los ejes retorcidos y el depósito de la gasolina roto, evidenciaban roturas. Un pequeño riachuelo del combustible se desplazaba hacia la niña que no se movía.
Toda la escena ocurrió de manera muy, muy rápida. Irene, no tuvo tiempo de reaccionar, quedó petrificada. Cuando empezó a caminar hacia el asfalto, con una decisión no consciente, sus manos habían tirado al suelo  la cartera, y el bolso  y los brazos se agitaban descontrolados hacia el infinito, igual que los gritos que salían de su garganta. Los pasos desordenados, hacia la calle. La detuvieron con dificultad varias personas que habían sido testigos de todo lo ocurrido, tratando de que no se acercara a la niña que seguía sin dar señales de vida. Varios móviles se activaron. Pronto se oyeron sirenas próximas. Ambulancias, policías y gente que a su vez trataban de dispersar a los curiosos que rodeaban a Irene desfallecida en el suelo.

Han pasado tres meses. Irene, se ha familiarizado con las batas verdes y con las interminables noches ante una pantalla que le indica cada hálito de vida de Cristina. No sabe qué futuro le espera, pero sabe que hay personas detrás de cada puerta de quirófano, detrás del control de los monitores, dentro de cada habitación. Personas que intervienen, personas enfermas y personas que no lo están, pero sufren. No acaba de entender la manera de contabilizar el tiempo dentro del hospital. No sabe si está esperando que la vida de su hija se prolongue o que se acorte el tiempo de su muerte. No entiende de prisas ni de esperas. Ha empezado a ser paciente, aunque ella no está aparentemente enferma. Solo sabe que está allí acompañando a lo que queda de su hija después de las amputaciones, después de las repetidas e infructuosas  despedidas, de las reconciliaciones siempre metafóricas y nunca asumidas.
Con frecuencia vuelve hacia el pasado. Y ese recuerdo le acarrea dolor. Dejar volar su pensamiento, --que en ocasiones no controla--, es más fuerte que ella. Esa introspección consigue transformar, muy a su pesar, el acompañamiento en tormento, en pesadilla, en recriminaciones. Siente que una soga cada vez más pequeña se estrecha sobre su cuello y se resigna. Ya todo está admitido. No existe nada que la pueda perturbar

lunes, 9 de marzo de 2020

Botas rojas de ski (deberes 02/03. Fragmento de un relato de Jon Bilbao)

Botas rojas de ski

La lavadora de ropa blanca que jodí la semana pasada cuando no vi que se había colado un calcetín rojo. El fondo del plato después de los espaguetis con tomate que cenamos anoche. Una toalla con restos de pintalabios, la del hotel al que fuimos la última vez que viajamos sin niño. Sangre extendiéndose por una pista de nieve recién pisada. 
Hace un día espléndido. Nieve polvo. 160 centímetros de espesor. 29 remontes abiertos. 79 kilómetros esquiables. Sensación térmica de -10º. Temperatura real: -1º. El sol pule la estela que hemos dejado con los esquís, me hace empapar de sudor los pantalones térmicos. Ese mismo sol le ha quemado los mofletes a mi hijo.

En mitad de la pista roja hay una gran mancha muy roja. Un médico con una cruz blanca en la espalda coloca con delicadeza la cabecita de mi hijo en el inmovilizador, también rojo. Ha dejado su cara pálida atrapada entre dos trozos grotescos de plástico. El pister socorrista me pregunta cien cosas y no soy capaz de responder ninguna, salvo que es mi hijo.

Mi mujer está unos metros más arriba. Quietísima como un cañón de nieve que no funciona. No ha soltado los bastones, ni ha dejado la posición de arranque. Con un leve impulso podría comenzar a deslizarse ladera abajo, dejar atrás el equipo de rescate y los cotillas que se arremolina en torno a la pequeña camilla. Lleva botas rojas con cierres rosas. Un par de armatostes horteras y carísimos que se compró el año pasado en Soldeu. Tienen dos cierres en el empeine y dos en la caña, correas plateadas en la parte superior. El botín es termoregulable, el sistema de cierres es el mismo que tienen las botas de la tres veces campeona del mundo de esquí alpino. El dependiente le prometió que con ellas mejoraría algo que tiene que ver con el radio de giro, algún tipo de cálculo geométrico que no entiendo. Un esquí más elegante, asegurado. Mejoría con cada sesión. Más seguridad, más confort. Con una risita y un guiño me hizo prometer que iríamos a la nieve al menos tres veces al año.  

Se llevan a mi hijo. Si estuviera consciente gritaría de satisfacción: «¡Mira mamá, bajo más rápido que tú, papá no me puede pillar! ¡Nadie es más rápido que yo!». El cuerpo de mi hijo baja sin hacer cuña ni asustarse por el precipicio de riscos y abetos nevados. No presta atención a unas órdenes imaginarias de su madre para que reflexione sobre en qué parte del pie va el peso, ni en mantener la postura ergonómica de los brazos. Solo es una camilla que parece huir de mí. No puedo seguirles el ritmo, si no se lo puedo seguir a mi mujer menos a un tiarrón de dos metros que esquía como quien pasea un domingo antes del vermut. Me caigo al suelo tres veces en dos minutos. Recupero un esquí que me ha saltado, pero lo paso mal para volver a ponérmelo. Después de retorcerme en la nieve como una tortuga panza arriba, consigo ponerme en pie doblándome las rodillas, torturo todos los ligamentos que hay en las piernas, casi oigo el desgarro de las fibras musculares. No oígo que mi mujer me siga. No veo sus botas rojas con cierres rosas. Estoy perdido en una montaña patrocinada por la caja de ahorros de Aragón. 

Mi mujer ha esquiado toda su vida y yo llevo toda la vida de casado obligado a ir a esquiar. Cinco horas y media de coche, la última con cadenas y casi sin señal de GPS. Ropa nueva cada año para el niño, que no sé cómo crece tanto si tiene mis genes. Buscar una estación distinta, un hotel en el que el desayuno sea más completo, el acceso a pistas más sencillo, el pack de forfait y alojamiento más económico, pero que no sea cutre. Paseos idénticos por pueblos idénticos hechos para el turista. Pueblos de outlets, hamburgueserías y tiendas de material deportivo. Paseos para que mi Cenicienta encuentre con su calzado técnico. El zapato del cuento de los hermanos Grimm era más fino que las botas de plástico duro y rojo. 

El último kilómetro de pista es un agujero temporal. Entro en la cabaña de Primeros Auxilios con las gafas de ventisca puestas y el casco en la cabeza. Protección para el impacto. Un biombo no me deja ver a mi hijo. En el suelo hay vendas naranjas que seguramente serán blancas. Lo veo todo teñido del color de gafas. Su madre, mi mujer, ha aparecido de la nada cogida del brazo de una enfermera. Un médico, que para mí tiene la cara naranja y empañada, me toca con suavidad el hombro. Intenta mirarme a los ojos, pero solo se ve reflejado en los cristales. Coge aire, abre la boca y habla: «Vuestro hijo ha fallecido. Ha sufrido una lesión cerebral traumática grave debido al impacto del golpe». El próximo año a mí no me obligan a ir a la nieve. 

viernes, 6 de marzo de 2020

EJERCICIO HACER Y REMEMORAR. ESTÁ PARA REPASAR


CEGUERA

En la rebotica Rogelio pesa los polvos  para hacer cápsulas. Con la precisión de la balanza dorada aparece en su mente la partida de cartas de aquellas Pascuas. Rogelio rememora. Era después de comer. El bar estaba oscuro y repleto de humo.  En el centro la mesa de mármol con los jugadores de rigor y los mirones alrededor. El silencio duraba poco. Miguel, el Socarrón, tenía que dar siempre la nota. Si Miguel no hablaba algo iba mal. El caso era molestar, al de al lado, al de enfrente, al de más allá, como un moscardón que nunca muere, así era la presencia de Miguel. Cuando ya tenía a todo el mundo harto, dejaba el caliqueño en un cenicero y se echaba tan contento una cabezadita en cualquier reposabrazos. Para eso también tenía arte.
Rogelio recoge los polvos ya pesados. Mientras introduce la medida exacta en cada oblea sonríe al pensar en el final de aquella partida de rabino.
La idea fue de Isidro, el Transportista. Ese día Miguel estaba especialmente puñetero. Isidro comentó en voz baja de apagar todas las luces y seguir como si estuviesen jugando. Todos sabían que la cabezadita de Miguel duraba unos diez minutos. Tiempo de sobra para preparar la revancha que tanta falta les hacía. No hizo falta avisar al dueño del bar, siempre detrás de la barra con trapo en el hombro y estando alerta de las apuestas, ni al camarero, con bandeja en mano que igual servía un Soberano, que un Agua de Vichy que una Fanta de Naranja. El resto del personal no tenía otra que hacer más que seguir, con boina, calva o bastón las vicisitudes de los jugadores. Sentían que era un día grande. Apagaron de inmediato las luces, les servía para ensayar. Seguirían el turno de palabra de la partida. No había que cambiar nada.
 Rogelio rememora, al cerrar cada sello  con el polvo medicinal ya dentro,  las actuaciones de los jugadores. Comenzó Alfonsín, el Terrateniente, “trío de copas” se le oyó decir. Isidro, el Transportista, continuó, “doble pareja”. “Escalera” recuerda Rogelio que pronunció. “Pareja de sotas”, siguió diciendo Julio, el Estanquero.
Oyeron a Miguel, el Socarrón, removerse en la silla. Siguieron hablando como si nada. “Das tú”, dijo Alfonsín. “Contad si tenéis todas”, recuerda que dijo él. “No voy”, la voz de Julio. “Robo”, pronunció Isidro.
Miguel dijo de pronto, ¿qué pasa, qué está pasando?, ellos siguieron con su partida imaginaria. Saco, trío de sotas, pareja de reyes, escalera de color, no he robado, hoy es tu día, mañana ya verás, baraja bien, tráeme un Soberano, ¿cuánto te juegas? Miguel chilló, “no veo nada, no veo nada”. Pero, ¡qué dices, anda!, se atrevió a decir Isidro.  Abro, trío de cuatro y pareja de ases, recuerda Rogelio que dijo él.
De pronto, un chillido animal surgió de la oscuridad, “Socorro, socorro, me he vuelto ciego”. Y las cartas continuaron. Calla Miguel que no nos dejas jugar, siempre dando la lata. Voy, no voy, escalera de color, pareja, trío, todo para mí, mañana la revancha. “Me he vuelto ciego, me he vuelto ciego, no veo nada, decía como loco” Miguel.
Cuando se dieron cuenta de que se había levantado y tropezaba con todo, diciendo “ciego, ciego, estoy ciego, ciego”, se encendieron las luces y comenzaron las carcajadas.
Miguel estuvo unos días sin aparecer por el bar, apenas salió a la calle. Poco duró, su naturaleza se recuperó rápida. Una tarde regresó, se sentó con el caliqueño en la boca y comenzó a oírse el volar de un moscardón.
Rogelio cuenta los sellos, 40 han salido. Los coloca en cajas de diez y las rotula con su nombre “Ácido acetilsalicílico”. Las pone en el cajón de la “AC” y rellena una ficha con las nuevas existencias.
Sonríe y cierra la rebotica. Camina hacia casa, sigue con la sonrisa. ¡Ay Miguel, el Socarrón! Si no fuera por esos días.



miércoles, 4 de marzo de 2020

¡Corta! (Grandes superficies)

–¿Cómo te gusta el café? 
–Que no esté quemado
–No se quema, que es de cápsulas. 
–Uh, em… pues con leche y sin azúcar

El café de cápsulas me huele a atún enlatado. Miguel aún huele bien, un poco a mi colonia, un poco a adulto competente que sabe hacer la colada. Ha tostado pan de molde sin corteza en la sandwichera. Margarina, mermelada de fresa barata, fiambre de pavo, zumo a base de concentrado de piña. «Yo con un plátano voy bien». Me quiero largar de su casa, que es un altar a la nostalgia rockabilly. Ni él ni yo nos esperábamos lo de anoche. Tres rondas de cazalla sin cenar. El almuerzo va a ser Ibuprofeno y algo más similar al café en el Mauros, A7 dirección Oropesa del Mar. Qué pereza me da verle en el rodaje.

La autopista está flanqueada por campos de naranjos y hierbajos secos que intentan trepar por el quitamiedos. En los arcenes hay pedazos de la reproducción de la torre Eiffel del París, el prostíbulo que indica la entrada a la A7, siniestrado en el último temporal con nombre de trabajadora del club. Para llegar al hotel de Marina D’Or hay que coger la salida 45, seguir 10 minutos todo recto por una nacional en la que nadie respeta los límites de velocidad. Doblar por el Mercadona, pasar el circuito de karts, el río Chinchilla totalmente seco, dejar atrás los apartamentos Oasis con sus palmeras siempre muertas.
El hotel en el que dormimos es un bloque rotundo, un insulto estético con tantos pisos que el ojo humano no es capaz de apreciar, con tanta iluminación nocturna que los atardeceres carecen de relevancia. Mi parte favorita del complejo es el spa, al que por no vamos a tener tiempo de ir. Dos piscinas a 37 grados coloreadas por focos turquesa y aguamarina. Columnas marmoladas, balaustradas, rocas falsas, plantas de plástico y ambientador de pachuli mezclado con desinfectante industrial. Puro kitsch levantino. 

A Miguel lo conocí en el piloto de Sol y ladrillo, docudrama ambientado en el turismo faraónico del Levante. 40 minutos por capítulo de megalomanías, atentados contra la hemeroteca, testosterona y rascacielos de cartón. Actores demasiado guapos para encarnar papeles de promotores y politiquillos. Un director, Emilio, tan ufano como Jesús Ger, el creador de Marina d’Or. 

En el suelo del set serpentean cables del grosor de un bote de antiojeras. En la carpa reptan cajas de maquillaje, cofres con vestuario, la gaffer que grita al best boy algo de la sobrecarga de un convertidor. Los conflictos de competencias y los egos se disimulan entre los envases de PVC del catering, que también es de plástico. A la hora de comer todos somos amigos, subimos fotos a Instagram en las que pone «familia por un día», «best crew ever», «work in progress» y otros aforismos de las redes sociales. Un rodaje es un Estado artificial con su realidad, en el que se crean realidades que son ficciones. Y esta es la más más cara de mi carrera. 

–¡Corta! 
–¿Pero qué pasa ahora?
–Fer, tío, tienes que sacar más el cuerpo del vagón. Echa el cuerpo fuera. Sin miedo al vacío, a tu personaje no le asusta nada. Te levantas del asiento, estiras el brazo y ¡pum! disparas y te cargas al tipo del vagón de enfrente. 
–Pero es que no es verosímil, en este ángulo es imposible. Que me voy a caer, que cualquiera se caería. 
–La verosimilitud no me importa, eso es lo más sencillo de hacer. Este capítulo tiene que ser épico. Es el tiro crucial en la escena decisiva. Nos está costando una pasta. Nueva temporada asegurada. Curro para todos.

Rodamos en la cima de la montaña rusa de Emotion Park. 40 atracciones para toda la familia con una variada oferta de restauración. Abierto al público de abril a octubre.  Desde aquí arriba las piscinas de los apartamentos parecen cajas de lentillas, pastilleros, tapones de plástico, sacapuntas para lápices de carpintero. Hay 300 figurantes en el pie de la atracción. 300.000 euros en decorados que para diez segundos. ¿Hace falta un león amaestrado que saque la cabeza por la ventanilla del copiloto? Lo quieres, lo tienes. No hay imposibles. Emotion Park puede abrir en exclusiva durante la segunda semana de febrero. Bajo las órdenes del ayudante de dirección los deseos fílmicos son incondicionales absolutos.   

Miguel vuelve a encender las máquinas, reproduce estoicamente todos los movimientos que ya ha hecho diez veces. Con un ladrido del director repetimos el ritual. Claqueta. Hay un silencio visceral. Pero se oye una exhalación. Una única y clamorosa exhalación.

El misterio de la fobia es el suspiro. Y Fer suspira, cada vez más. Suspira y suspira. La cúspide del suspiro es la hiperventilación. Con cada bocanada de aire salino se expanden los alvéolos, aumenta el oxígeno en sangre. Sus pulmones van por libre. Oxígeno de más en el torrente, anhídrido carbónico de menos. Lo aprendí con las reposiciones de Doctor en Alaska: el diafragma no se contrae, hay pérdida de reflejos, mareos, temblor de piernas. Al sonidista le pitan los tímpanos por el latido del corazón de Fer. Escucha sus arterias cerrándose, el arañazo de las uñas clavándose en la barrera de seguridad, el tiempo suspendido en una quietud ominosa. 

Pensemos en el más insignificante de los insectos, en esos bichos que parece que no tengan un papel en la cadena trófica. Qué vacuidad. Su vida está ofrendada a preparar el terreno para la siguiente tanda de lavas, que cuando maduren, realizarán un trabajo idéntico. No dista mucho la vida de una hormiga a la de un asistente de producción, un cámara, una actriz. ¿Cuál es el resultado de todo esto, cuál es el premio de semanas de esfuerzos para crear un capítulo que verán unos pocos mientras escogen con qué emoji de animal contestar al WhatsApp? ¿A santo de qué una profesión que exige tantísima energía para parir un producto intrascendente, enmarañado en el mar de los Sargazos del entretenimiento? 

–¡Corta!
Emilio está desesperado, Fer está lívido. El resto del equipo no muestra emoción alguna. Idólatras por instinto, holgazanes de las decisiones propias.   
–¿Y ahora, qué? 
–Te falta sentimiento. A todos vosotros. Estáis ahí como pánfilos. No os lo creéis, ¡joder! Que yo me levanto cada día con puta ilusión por tirar esto para adelante y qué tengo, tengo un equipo de pollos sin cabeza a los que les da igual. 
Su desprecio nada sutil es el extra de queso este vacío. 
–Entonces, ¿qué? ¿Repetimos o podemos parar? 
–Aquí no para ni Dios.

Algo duro, del tamaño de una tuerca, me cae sobre la cabeza. Tiene la consistencia de un pedazo de cornisa reblandecido, un cuerpo húmedo, que no ataca pero pone en guardia.  Es una bola irregular, de blanco sucio. Es granizo. Del cielo vienen más, con mayor velocidad. Una bastante gruesa y pegajosa impacta contra las gafas de Emilio, se rompe sobre el puente y se deshace deslizándose por el cristal derecho. 

lunes, 2 de marzo de 2020

COCODRILO

No te atrevías a contarlo aún. Siempre lo habías deseado y ahora que eras la afortunada estabas encogida y nerviosa. Era mucho dinero. Dejaste el cupón de la ONCE en el bolsillo del batín y te acostaste. ¿Qué harías con tanto dinero?. Te metiste en la cama y a los pocos minutos tu cuerpo dio un salto. Te vino como un flash el testimonio que viste en la tele, una mujer de 54 años que a los cinco había sufrido la ablación.  Te diste la vuelta y seguiste durmiendo. Apareció un cocodrilo. Era enorme. Te perseguía. Te iba a alcanzar. Imposible escapar de esa brutalidad. Te encontraste a otra mujer y comenzasteis a correr. El cocodrilo cada vez era más grande. Abría la boca, en ella cabían muchas mujeres. Os encontrasteis a otra mujer. Se unió a vosotras. El terror se dibujaba en vuestro rostro. Tú querías morir antes que caer en esas fauces. Os iba a alcanzar. No podías ya mirar atrás. Sabías que era el final. De pronto no eráis tres mujeres, eráis un círculo de mujeres. ocho, diez y más mujeres habían aparecido de la nada. El cocodrilo estaba enmedio del círculo, verde, viscoso, agresivo, un monstruo ancestral. Se arrastraba hacia ti, el círculo no podía hacer nada, te quería a ti. Abrió la boca, ibas a entrar en ella. Chillaste. Ahora sí diste un salto grande en la cama. Te despertaste, sudabas.  Ahora sí. Estaba claro. El sueño era la respuesta. Parte del cupón se iría a la  la mujer que vio en la tele, a la Asociación que ella había creado para exterminar la ablación.
Fuiste a la cocina a beber un trago de agua. Te sentaste.  Bueno, te dijiste, antes de ello habrá que hacer unas buenas cenas con los colegas, algún buen viaje y buscar ese masajista que siempre deseaste. Y te fuiste a la cama ya feliz.
Antes de volver a dormirte pensaste que regalarías unos buenos Satisfaiers a las amigas que no los tuviesen.
Cogiste el almohadón y sonreíste feliz.

martes, 25 de febrero de 2020


EL PREMIO DE LOTERÍA
Miraste la lista de los números premiados, no te lo podías creer. Tu décimo estaba entre los primeros. Es mucho dinero, muchísimo. Tu cabeza empezó a darle vueltas a la cifra, a imaginar posibilidades. De repente recordaste que lo compartías con tu amigo Daniel, que no era solo tuyo. Está con su mujer y además apenas sale de casa, no lo necesita para nada, pensaste. En cambio, has de ir con cuidado, que tu ex no se entere o te sacará hasta los forros. Todavía puede…
Esa noche, te costó dormirte con los nervios y también con la duda. Daniel es amigo de siempre, pero… mañana decidirás.
Soñaste que corrías por un pasillo que parecía no tener fin. Estaba en penumbra y te girabas de cuando en cuando para comprobar que nadie te seguía. De pronto se abrió un vacío y empezaste a caer en forma de espiral. Rodabas y rodabas cada vez más rápido. Hasta que tocaste fondo. Allí, de pie, estaba tu amigo Daniel esperándote con una sonrisa, sin moverse. Al cercarte, viste que no era él, sino su imagen en cartón piedra. Al tocarlo, tú también te convertiste en un ninot de falla. Se abrió una puerta, salieron dos hombres y cogiéndote te tiraron a una hoguera. De inmediato, sonaron palmas. Era Daniel junto a vuestras respectivas mujeres. El fuego te consumía con rapidez y ellos, muy contentos seguían aplaudiendo. Te despertaste bañado en sudor. Miraste tus brazos, tus piernas, estabas intacto.
Nada más levantarte, llamase a Daniel.
--Buenos días Daniel, te llamo para darte una buena noticia…

Grandes superficies es un reto de escritura. Un reto asumido, pero no fácil. Existen muchos tipos de superficies. Unas reales, físicas, es...