lunes, 13 de enero de 2020

FELICES.FIESTAS

FELICES FIESTAS

Era una tarde con pinta de tarde feliz, una tarde agradable en la que Elías miraba desde su ventana la luz desvaneciéndose y una lluvia de hojas secas que se revolvían en su escalera empujadas por un viento llegado del norte.
Era 24 de diciembre y al ponerse el sol vendrían todos a su fiesta. Hacía días que había comprado velas, un vino especial, había sacado y planchado el mantel más elegante que tenía, la cubertería de plata, la vajilla que hace años le trajo la tía Jana, las copas, el candelabro.
Había empezado a cocinar desde muy temprano, lakdja, carpa con salsa de rábano dulce, compota de manzana, crema violette. Granadas y algo de miel como deseos para un tiempo dulce. Ahora el cordero estaba al fuego y estaba terminando la decoración de la mesa con flores, el candelabro de nueve brazos.
Puso música y decidió tomar un baño. Tarareaba los estribillos. Salió de la ducha con prisa, hacia la cocina, por la inquietud de la cena. La cena que comenzaría con la salida de la primera estrella. Los días en diciembre son muy cortos y pasan volando como las gaviotas
Pensaba esto cuando tropezó con la estufa. Acabó en el suelo, sin poder moverse. Sentía un dolor en el pie como de dedos rotos. También le dolía la espalda.  
Noto cómo se le hinchaba el pie. Intentó llegar hasta la cocina, pero no lo consiguió. Apoyaba la espalda contra la pared, hasta donde llegaban sonidos inconcretos y un olor a quemado.
Chilló de rabia. No solucionaría nada. Volvió a gritar pero el grito se perdió en el silencio. Callaría, no se movería. Recuperaría el equilibrio perdido.
¿Sería esta su fiesta de despedida?
Cada segundo se volvía más reconocible, ese olor en el aire a cordero quemado.
Un hilito de humo se acercaba por el pasillo.
A lo lejos, oyó ladrar a un perro. Otros respondían. Se asustó porque le habían contado que los perros ladran de noche porque intuyen la muerte.
Todavía no era de noche.
El olor era cada vez más sólido e imaginó la casa en llamas.
El humo fue emergiendo. Los objetos parecían sombras difusas. Temblaba. Imaginó las paredes negras y el fuego saliendo a borbotones por la ventana mientras los invitados llegaban elegantes a la hora de cenar y contemplaban su muerte desde lo lejos, como la escena de una película de Tarkosvki a cámara lenta, un paisaje de infierno bajo una lluvia de hojas secas. Se los imaginó rotos de dolor, gritando mientras el fuego se elevaba y el susurro de su cuerpo ardiendo añadía un poco más de tragedia. Se alegró al pensar que toda persona tiene una vela dentro, que no hay ser humano sin vela.
En ese delirio se le ocurrió que aquello podía ser la primera señal del apocalipsis, la frontera hacia otra vida.
¿Y si todavía podía evitarlo?, ¿y si todavía podía salvar la cena?
Será la fiesta más bonita y alegre del mundo. Tiene muchas ganas de abrazarlos.
Vio luces en las ventanas de las casas de afuera.
Puede arrastrarse. Ahora el dolor es más áspero. Le duelen las sienes. A tientas consigue llegar hasta la cocina. Apaga el horno. Marca el número de Telepizza.
El cordero estaba totalmente quemado. Abre la ventana para que salga el humo y el fuerte olor. Ve la escalera con las hojas secas. El viento gélido del norte le refresca la cara. Oscurece.
Tal vez tenga tiempo para cocinar alguna cosa más. La nevera está llena.
Suena el timbre… ¡Son ellos! Tenerlos allí le mitiga el dolor.
Seguro que huelen el humo desde fuera. Llaman de nuevo. Elías tarda en abrir.
Arrastra los pies como un insecto. Finalmente abre y se apoya en el quicio de la puerta. Es el repartidor de Telepizza.
—Perdona, no puedo correr, creo que me he roto algún dedo del pie —empieza a contarle—. Pero pasa, que hace frío.
El chico entra sin decir una palabra.
—Se me ha quemado la cena. Espero a mucha gente, ya sabes, en estas fechas. He pedido pizzas por si acaso.
—Lo siento. Espero que se mejore. ¿Dónde le dejo?
—Ven, aquí en la mesa. Llevo todo el día poniéndola. Es una noche muy especial—. El chico hace lo que le dice—: ¿Quieres una copa de vino dulce? Toma asiento, hombre.
—Gracias, pero tengo mucha prisa, me quedan algunos repartos y mi familia me espera en casa.
Elías intenta añadir algo, pero le sale un balbuceo. Repite las palabras, palabras que no se sabe si lo son. De pronto deja de hablar y gime tapándose la cara con las manos por el dolor. Aspira fuerte.
Al final añade:
—¿Has visto las hojas en la escalera? Las trae el viento.
Va a por unas cerillas para encender las velas. Mira la hora en el móvil y se da cuenta de que tiene varios mensajes.
Querido Elías, disfruta esta noche de paz. No podremos acompañarte, la gatita se encuentra mal, ya sabes cómo es Esther con esto.
¡Jag Sameaj! Ha surgido un imprevisto y no puedo ir. Un abrazo, el próximo año te lo doy en persona.
Feliz noche de las luces, este año tampoco podremos estar contigo, querido Elías, disfruta mucho la fiesta de Janucá.
Siento en el alma no poder acompañarte. Mil besos y abrazos.
El mundo estará menos oscuro si iluminas tú.

Elías continúa hablándole al chico. Querría llorar. Le habla con las manos abiertas, como si quisiera abrazarle. El chico se despide. Se adentra en la oscuridad de la escalera, sus pisadas hacen crujir las hojas.  
—¿Quieres quedarte a cenar? —le pregunta. Pero parece que no le oye.
A lo lejos se escucha ¡FELICES FIESTAS!
El viento trae nuevas hojas secas hasta la escalera, le parecen rosas marchitas, olvidadas.
Elías mira al cielo lleno de estrellas y piensa en Janucá, la noche llena de luces. Están en todas las ventanas. El viento es como una luz que aviva.su luz.

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