FELICES FIESTAS
Era una tarde con
pinta de tarde feliz, una tarde agradable en la que Elías miraba desde su
ventana la luz desvaneciéndose y una lluvia de hojas secas que se revolvían en
su escalera empujadas por un viento llegado del norte.
Era 24 de diciembre
y al ponerse el sol vendrían todos a su fiesta. Hacía días que había comprado
velas, un vino especial, había sacado y planchado el mantel más elegante que
tenía, la cubertería de plata, la vajilla que hace años le trajo la tía Jana,
las copas, el candelabro.
Había empezado a
cocinar desde muy temprano, lakdja, carpa con salsa de rábano dulce, compota de
manzana, crema violette. Granadas y algo de miel como deseos para un tiempo
dulce. Ahora el cordero estaba al fuego y estaba terminando la decoración de la
mesa con flores, el candelabro de nueve brazos.
Puso música y
decidió tomar un baño. Tarareaba los estribillos. Salió de la ducha con prisa, hacia
la cocina, por la inquietud de la cena. La cena que comenzaría con la salida de
la primera estrella. Los días en diciembre son muy cortos y pasan volando como
las gaviotas
Pensaba esto cuando
tropezó con la estufa. Acabó en el suelo, sin poder moverse. Sentía un dolor en
el pie como de dedos rotos. También le dolía la espalda.
Noto cómo se le
hinchaba el pie. Intentó llegar hasta la cocina, pero no lo consiguió. Apoyaba la
espalda contra la pared, hasta donde llegaban sonidos inconcretos y un olor a
quemado.
Chilló de rabia. No
solucionaría nada. Volvió a gritar pero el grito se perdió en el silencio.
Callaría, no se movería. Recuperaría el equilibrio perdido.
¿Sería esta su
fiesta de despedida?
Cada segundo se volvía
más reconocible, ese olor en el aire a cordero quemado.
Un hilito de humo se
acercaba por el pasillo.
A lo lejos, oyó
ladrar a un perro. Otros respondían. Se asustó porque le habían contado que los
perros ladran de noche porque intuyen la muerte.
Todavía no era de
noche.
El olor era cada
vez más sólido e imaginó la casa en llamas.
El humo fue
emergiendo. Los objetos parecían sombras difusas. Temblaba. Imaginó las paredes
negras y el fuego saliendo a borbotones por la ventana mientras los invitados
llegaban elegantes a la hora de cenar y contemplaban su muerte desde lo lejos,
como la escena de una película de Tarkosvki a cámara lenta, un paisaje de
infierno bajo una lluvia de hojas secas. Se los imaginó rotos de dolor,
gritando mientras el fuego se elevaba y el susurro de su cuerpo ardiendo añadía
un poco más de tragedia. Se alegró al pensar que toda persona tiene una vela
dentro, que no hay ser humano sin vela.
En ese delirio se
le ocurrió que aquello podía ser la primera señal del apocalipsis, la frontera
hacia otra vida.
¿Y si todavía podía
evitarlo?, ¿y si todavía podía salvar la cena?
Será la fiesta más
bonita y alegre del mundo. Tiene muchas ganas de abrazarlos.
Vio luces en las ventanas
de las casas de afuera.
Puede arrastrarse.
Ahora el dolor es más áspero. Le duelen las sienes. A tientas consigue llegar
hasta la cocina. Apaga el horno. Marca el número de Telepizza.
El cordero estaba totalmente
quemado. Abre la ventana para que salga el humo y el fuerte olor. Ve la
escalera con las hojas secas. El viento gélido del norte le refresca la cara. Oscurece.
Tal vez tenga tiempo
para cocinar alguna cosa más. La nevera está llena.
Suena el timbre…
¡Son ellos! Tenerlos allí le mitiga el dolor.
Seguro que huelen el
humo desde fuera. Llaman de nuevo. Elías tarda en abrir.
Arrastra los pies
como un insecto. Finalmente abre y se apoya en el quicio de la puerta. Es el
repartidor de Telepizza.
—Perdona, no puedo
correr, creo que me he roto algún dedo del pie —empieza a contarle—. Pero pasa,
que hace frío.
El chico entra sin
decir una palabra.
—Se me ha quemado
la cena. Espero a mucha gente, ya sabes, en estas fechas. He pedido pizzas por
si acaso.
—Lo siento. Espero
que se mejore. ¿Dónde le dejo?
—Ven, aquí en la
mesa. Llevo todo el día poniéndola. Es una noche muy especial—. El chico hace
lo que le dice—: ¿Quieres una copa de vino dulce? Toma asiento, hombre.
—Gracias, pero tengo
mucha prisa, me quedan algunos repartos y mi familia me espera en casa.
Elías intenta
añadir algo, pero le sale un balbuceo. Repite las palabras, palabras que no se
sabe si lo son. De pronto deja de hablar y gime tapándose la cara con las manos
por el dolor. Aspira fuerte.
Al final añade:
—¿Has visto las
hojas en la escalera? Las trae el viento.
Va a por unas
cerillas para encender las velas. Mira la hora en el móvil y se da cuenta de
que tiene varios mensajes.
Querido Elías, disfruta
esta noche de paz. No podremos acompañarte, la gatita se encuentra mal, ya
sabes cómo es Esther con esto.
¡Jag Sameaj! Ha
surgido un imprevisto y no puedo ir. Un abrazo, el próximo año te lo doy en
persona.
Feliz noche de las
luces, este año tampoco podremos estar contigo, querido Elías, disfruta mucho
la fiesta de Janucá.
Siento en el alma
no poder acompañarte. Mil besos y abrazos.
El mundo estará
menos oscuro si iluminas tú.
Elías continúa
hablándole al chico. Querría llorar. Le habla con las manos abiertas, como si
quisiera abrazarle. El chico se despide. Se adentra en la oscuridad de la
escalera, sus pisadas hacen crujir las hojas.
—¿Quieres quedarte
a cenar? —le pregunta. Pero parece que no le oye.
A lo lejos se
escucha ¡FELICES FIESTAS!
El viento trae
nuevas hojas secas hasta la escalera, le parecen rosas marchitas, olvidadas.
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