lunes, 9 de marzo de 2020

Botas rojas de ski (deberes 02/03. Fragmento de un relato de Jon Bilbao)

Botas rojas de ski

La lavadora de ropa blanca que jodí la semana pasada cuando no vi que se había colado un calcetín rojo. El fondo del plato después de los espaguetis con tomate que cenamos anoche. Una toalla con restos de pintalabios, la del hotel al que fuimos la última vez que viajamos sin niño. Sangre extendiéndose por una pista de nieve recién pisada. 
Hace un día espléndido. Nieve polvo. 160 centímetros de espesor. 29 remontes abiertos. 79 kilómetros esquiables. Sensación térmica de -10º. Temperatura real: -1º. El sol pule la estela que hemos dejado con los esquís, me hace empapar de sudor los pantalones térmicos. Ese mismo sol le ha quemado los mofletes a mi hijo.

En mitad de la pista roja hay una gran mancha muy roja. Un médico con una cruz blanca en la espalda coloca con delicadeza la cabecita de mi hijo en el inmovilizador, también rojo. Ha dejado su cara pálida atrapada entre dos trozos grotescos de plástico. El pister socorrista me pregunta cien cosas y no soy capaz de responder ninguna, salvo que es mi hijo.

Mi mujer está unos metros más arriba. Quietísima como un cañón de nieve que no funciona. No ha soltado los bastones, ni ha dejado la posición de arranque. Con un leve impulso podría comenzar a deslizarse ladera abajo, dejar atrás el equipo de rescate y los cotillas que se arremolina en torno a la pequeña camilla. Lleva botas rojas con cierres rosas. Un par de armatostes horteras y carísimos que se compró el año pasado en Soldeu. Tienen dos cierres en el empeine y dos en la caña, correas plateadas en la parte superior. El botín es termoregulable, el sistema de cierres es el mismo que tienen las botas de la tres veces campeona del mundo de esquí alpino. El dependiente le prometió que con ellas mejoraría algo que tiene que ver con el radio de giro, algún tipo de cálculo geométrico que no entiendo. Un esquí más elegante, asegurado. Mejoría con cada sesión. Más seguridad, más confort. Con una risita y un guiño me hizo prometer que iríamos a la nieve al menos tres veces al año.  

Se llevan a mi hijo. Si estuviera consciente gritaría de satisfacción: «¡Mira mamá, bajo más rápido que tú, papá no me puede pillar! ¡Nadie es más rápido que yo!». El cuerpo de mi hijo baja sin hacer cuña ni asustarse por el precipicio de riscos y abetos nevados. No presta atención a unas órdenes imaginarias de su madre para que reflexione sobre en qué parte del pie va el peso, ni en mantener la postura ergonómica de los brazos. Solo es una camilla que parece huir de mí. No puedo seguirles el ritmo, si no se lo puedo seguir a mi mujer menos a un tiarrón de dos metros que esquía como quien pasea un domingo antes del vermut. Me caigo al suelo tres veces en dos minutos. Recupero un esquí que me ha saltado, pero lo paso mal para volver a ponérmelo. Después de retorcerme en la nieve como una tortuga panza arriba, consigo ponerme en pie doblándome las rodillas, torturo todos los ligamentos que hay en las piernas, casi oigo el desgarro de las fibras musculares. No oígo que mi mujer me siga. No veo sus botas rojas con cierres rosas. Estoy perdido en una montaña patrocinada por la caja de ahorros de Aragón. 

Mi mujer ha esquiado toda su vida y yo llevo toda la vida de casado obligado a ir a esquiar. Cinco horas y media de coche, la última con cadenas y casi sin señal de GPS. Ropa nueva cada año para el niño, que no sé cómo crece tanto si tiene mis genes. Buscar una estación distinta, un hotel en el que el desayuno sea más completo, el acceso a pistas más sencillo, el pack de forfait y alojamiento más económico, pero que no sea cutre. Paseos idénticos por pueblos idénticos hechos para el turista. Pueblos de outlets, hamburgueserías y tiendas de material deportivo. Paseos para que mi Cenicienta encuentre con su calzado técnico. El zapato del cuento de los hermanos Grimm era más fino que las botas de plástico duro y rojo. 

El último kilómetro de pista es un agujero temporal. Entro en la cabaña de Primeros Auxilios con las gafas de ventisca puestas y el casco en la cabeza. Protección para el impacto. Un biombo no me deja ver a mi hijo. En el suelo hay vendas naranjas que seguramente serán blancas. Lo veo todo teñido del color de gafas. Su madre, mi mujer, ha aparecido de la nada cogida del brazo de una enfermera. Un médico, que para mí tiene la cara naranja y empañada, me toca con suavidad el hombro. Intenta mirarme a los ojos, pero solo se ve reflejado en los cristales. Coge aire, abre la boca y habla: «Vuestro hijo ha fallecido. Ha sufrido una lesión cerebral traumática grave debido al impacto del golpe». El próximo año a mí no me obligan a ir a la nieve. 

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