Habían
discutido como todas las mañanas. Qué este jersey no me lo pongo, que ya lo
llevé ayer. Que con los vaqueros, las zapatillas han de ser blancas, qué si esto…, qué si aquello… Todos
los días la misma cantinela. Por muy temprano que se levantara, llegaba con el
tiempo justo, o no llegaba, a la parada donde tenía su parada el autobús del
colegio, y siempre por culpa de los cambios de ropas, de zapatos o incluso de
pelo. Hoy quiero coleta y mañana lo llevo suelto… todos los días era lo mismo,
más o menos. Saben, ella y su madre que Anselmo, el chofer, se detiene pocos minutos
si no está Cristina en la zona de recogida. Cuando llega, si no ve a la niña
esperándolo, sin tan siquiera parar el motor, se larga rápido. Así era.
Irene
salía todos los días con los nervios alterados
por culpa de la pequeña. Bueno no tan pequeña. Estaba entrando en la
adolescencia y todas sus reacciones, quejas y rabietas, resultaban
insoportables. Hoy, no era distinto al resto de los días. Pero si hoy perdían
el autobús, no la podría acercar al colegio con su coche, como tenía por
costumbre hacer cuando esto ocurría.
Irene hoy tenía una cita muy importante. Una cita que le reportaría muchos
beneficios a nivel laboral y además un plus económico también importante. Así
que un poco más irritada que otros días, obligó a la niña que saliera a la
calle con lo que ella consideró lo más adecuado.
--Ya
está bien de contemplaciones, piensa en tu madre aunque sea por una vez y no
solo en lo que te pones de modelito— le dijo Irene.
Salieron
muy deprisa. La madre empujando a la niña literalmente para que apurara sus
pasos. Cruzaron el paseo que las separaba de la calle donde tenía la parada el
autobús. Cuando estaban llegando, lo vieron detenido en el sitio habitual,
aunque en ese mismo instante, empezaba a moverse. Consumidos seguramente los minutos de espera, iniciaba la marcha. La
distancia entre el autobús con la madre y la hija, se fue ampliando en pocos
segundos. Ellas, apresuraron el paso de manera inconsciente, tratando de
acortar de esta manera el espacio que
las separaba.
--Date
prisa Cristina, todavía lo coges, ¡corre!
La
niña aceleró aún más sus pisadas hacia la calle con la mochila colgada en su
espalda y las zapatillas de última marca, especiales para correr. Miraba al
autobús, agitando la mano para llamar la atención de Anselmo, y no vio la moto
que llegaba veloz, muy veloz hacia ella. Demasiado rápida para ser un vehículo
que circulaba por la ciudad, que rugía como un terremoto y sobre la cual iba
sentado un hombre muy grande. Su cabeza era un casco con amplias gafas de sol y
su cuerpo un traje de piel completamente negro con unas botas altas claveteadas
de chapas brillantes. Apareció de pronto, como un rayo.
Irene
estaba en la acera parada, desde donde había animado a su hija a correr.
Esperaba comprobar desde allí, que Cristina conseguía detener el bus, subir en
él y alejarse hacia el colegio. Seguía sin moverse, de pie, inmóvil, cuando la
niña fue arrastrada varios metros, muy cerca de ella, por la rueda delantera de
la moto, dejando durante el recorrido, una zapatilla y jirones de la falda
plisada a cuadros rojos y azules. La mochila en cambio, no se separó de su
cuerpo. Fueron el cuerpo y la mochila un amasijo de libros, tela y sangre
desparramados sobre el asfalto. El estruendo del golpe, el chirrido de las
ruedas, el frenazo de los coches próximos al motorista, y hasta el autobús --todavía
a poca distancia-- que al oír el golpetazo se detuvo, originaron tal caos
en la circulación que nadie de los que
se encontraban próximos sabía hacia dónde dirigirse. El motorista, sin ayuda,
se puso en pie, parecía no tener lesiones importantes. El casco seguía en su
cabeza, al igual que las botas permanecían en sus piernas. El traje, roto. La
moto, en el suelo, no parecía tener consecuencias graves. Las ruedas seguían
girando veloces, aunque no avanzaba. Como una bestia agonizante panza arriba, solo
los hierros de los ejes retorcidos y el depósito de la gasolina roto,
evidenciaban roturas. Un pequeño riachuelo del combustible se desplazaba hacia
la niña que no se movía.
Toda
la escena ocurrió de manera muy, muy rápida. Irene, no tuvo tiempo de
reaccionar, quedó petrificada. Cuando empezó a caminar hacia el asfalto, con
una decisión no consciente, sus manos habían tirado al suelo la cartera, y el bolso y los brazos se agitaban descontrolados hacia
el infinito, igual que los gritos que salían de su garganta. Los pasos
desordenados, hacia la calle. La detuvieron con dificultad varias personas que
habían sido testigos de todo lo ocurrido, tratando de que no se acercara a la
niña que seguía sin dar señales de vida. Varios móviles se activaron. Pronto se
oyeron sirenas próximas. Ambulancias, policías y gente que a su vez trataban de
dispersar a los curiosos que rodeaban a Irene desfallecida en el suelo.
Han
pasado tres meses. Irene, se ha familiarizado con las batas verdes y con las
interminables noches ante una pantalla que le indica cada hálito de vida de
Cristina. No sabe qué futuro le espera, pero sabe que hay personas detrás de
cada puerta de quirófano, detrás del control de los monitores, dentro de cada
habitación. Personas que intervienen, personas enfermas y personas que no lo
están, pero sufren. No acaba de entender la manera de contabilizar el tiempo
dentro del hospital. No sabe si está esperando que la vida de su hija se
prolongue o que se acorte el tiempo de su muerte. No entiende de prisas ni de
esperas. Ha empezado a ser paciente, aunque ella no está aparentemente enferma.
Solo sabe que está allí acompañando a lo que queda de su hija después de las
amputaciones, después de las repetidas e infructuosas despedidas, de las reconciliaciones siempre
metafóricas y nunca asumidas.
Con frecuencia vuelve
hacia el pasado. Y ese recuerdo le acarrea dolor. Dejar volar su pensamiento, --que
en ocasiones no controla--, es más fuerte que ella. Esa introspección consigue transformar,
muy a su pesar, el acompañamiento en tormento, en pesadilla, en
recriminaciones. Siente que una soga cada vez más pequeña se estrecha sobre su
cuello y se resigna. Ya todo está admitido. No existe nada que la pueda
perturbar
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