CEGUERA
En la rebotica Rogelio pesa
los polvos para hacer cápsulas. Con la
precisión de la balanza dorada aparece en su mente la partida de cartas de
aquellas Pascuas. Rogelio rememora. Era después de comer. El bar estaba oscuro
y repleto de humo. En el centro la mesa
de mármol con los jugadores de rigor y los mirones alrededor. El silencio
duraba poco. Miguel, el Socarrón, tenía que dar siempre la nota. Si Miguel no
hablaba algo iba mal. El caso era molestar, al de al lado, al de enfrente, al
de más allá, como un moscardón que nunca muere, así era la presencia de Miguel.
Cuando ya tenía a todo el mundo harto, dejaba el caliqueño en un cenicero y se echaba
tan contento una cabezadita en cualquier reposabrazos. Para eso también tenía
arte.
Rogelio recoge los polvos
ya pesados. Mientras introduce la medida exacta en cada oblea sonríe al pensar en
el final de aquella partida de rabino.
La idea fue de Isidro, el
Transportista. Ese día Miguel estaba especialmente puñetero. Isidro comentó en
voz baja de apagar todas las luces y seguir como si estuviesen jugando. Todos
sabían que la cabezadita de Miguel duraba unos diez minutos. Tiempo de sobra
para preparar la revancha que tanta falta les hacía. No hizo falta avisar al
dueño del bar, siempre detrás de la barra con trapo en el hombro y estando alerta
de las apuestas, ni al camarero, con bandeja en mano que igual servía un Soberano,
que un Agua de Vichy que una Fanta de Naranja. El resto del personal no tenía
otra que hacer más que seguir, con boina, calva o bastón las vicisitudes de los
jugadores. Sentían que era un día grande. Apagaron de inmediato las luces, les
servía para ensayar. Seguirían el turno de palabra de la partida. No había que
cambiar nada.
Rogelio rememora, al cerrar cada sello con el polvo medicinal ya dentro, las actuaciones de los jugadores. Comenzó
Alfonsín, el Terrateniente, “trío de copas” se le oyó decir. Isidro, el
Transportista, continuó, “doble pareja”. “Escalera” recuerda Rogelio que
pronunció. “Pareja de sotas”, siguió diciendo Julio, el Estanquero.
Oyeron a Miguel, el
Socarrón, removerse en la silla. Siguieron hablando como si nada. “Das tú”,
dijo Alfonsín. “Contad si tenéis todas”, recuerda que dijo él. “No voy”, la voz
de Julio. “Robo”, pronunció Isidro.
Miguel dijo de pronto,
¿qué pasa, qué está pasando?, ellos siguieron con su partida imaginaria. Saco,
trío de sotas, pareja de reyes, escalera de color, no he robado, hoy es tu día,
mañana ya verás, baraja bien, tráeme un Soberano, ¿cuánto te juegas? Miguel chilló,
“no veo nada, no veo nada”. Pero, ¡qué dices, anda!, se atrevió a decir Isidro.
Abro, trío de cuatro y pareja de ases, recuerda
Rogelio que dijo él.
De pronto, un chillido
animal surgió de la oscuridad, “Socorro, socorro, me he vuelto ciego”. Y las
cartas continuaron. Calla Miguel que no nos dejas jugar, siempre dando la lata.
Voy, no voy, escalera de color, pareja, trío, todo para mí, mañana la revancha.
“Me he vuelto ciego, me he vuelto ciego, no veo nada, decía como loco” Miguel.
Cuando se dieron cuenta
de que se había levantado y tropezaba con todo, diciendo “ciego, ciego, estoy
ciego, ciego”, se encendieron las luces y comenzaron las carcajadas.
Miguel estuvo unos días
sin aparecer por el bar, apenas salió a la calle. Poco duró, su naturaleza se
recuperó rápida. Una tarde regresó, se sentó con el caliqueño en la boca y
comenzó a oírse el volar de un moscardón.
Rogelio cuenta los sellos,
40 han salido. Los coloca en cajas de diez y las rotula con su nombre “Ácido acetilsalicílico”.
Las pone en el cajón de la “AC” y rellena una ficha con las nuevas existencias.
Sonríe y cierra la
rebotica. Camina hacia casa, sigue con la sonrisa. ¡Ay Miguel, el Socarrón! Si
no fuera por esos días.
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