miércoles, 4 de marzo de 2020

¡Corta! (Grandes superficies)

–¿Cómo te gusta el café? 
–Que no esté quemado
–No se quema, que es de cápsulas. 
–Uh, em… pues con leche y sin azúcar

El café de cápsulas me huele a atún enlatado. Miguel aún huele bien, un poco a mi colonia, un poco a adulto competente que sabe hacer la colada. Ha tostado pan de molde sin corteza en la sandwichera. Margarina, mermelada de fresa barata, fiambre de pavo, zumo a base de concentrado de piña. «Yo con un plátano voy bien». Me quiero largar de su casa, que es un altar a la nostalgia rockabilly. Ni él ni yo nos esperábamos lo de anoche. Tres rondas de cazalla sin cenar. El almuerzo va a ser Ibuprofeno y algo más similar al café en el Mauros, A7 dirección Oropesa del Mar. Qué pereza me da verle en el rodaje.

La autopista está flanqueada por campos de naranjos y hierbajos secos que intentan trepar por el quitamiedos. En los arcenes hay pedazos de la reproducción de la torre Eiffel del París, el prostíbulo que indica la entrada a la A7, siniestrado en el último temporal con nombre de trabajadora del club. Para llegar al hotel de Marina D’Or hay que coger la salida 45, seguir 10 minutos todo recto por una nacional en la que nadie respeta los límites de velocidad. Doblar por el Mercadona, pasar el circuito de karts, el río Chinchilla totalmente seco, dejar atrás los apartamentos Oasis con sus palmeras siempre muertas.
El hotel en el que dormimos es un bloque rotundo, un insulto estético con tantos pisos que el ojo humano no es capaz de apreciar, con tanta iluminación nocturna que los atardeceres carecen de relevancia. Mi parte favorita del complejo es el spa, al que por no vamos a tener tiempo de ir. Dos piscinas a 37 grados coloreadas por focos turquesa y aguamarina. Columnas marmoladas, balaustradas, rocas falsas, plantas de plástico y ambientador de pachuli mezclado con desinfectante industrial. Puro kitsch levantino. 

A Miguel lo conocí en el piloto de Sol y ladrillo, docudrama ambientado en el turismo faraónico del Levante. 40 minutos por capítulo de megalomanías, atentados contra la hemeroteca, testosterona y rascacielos de cartón. Actores demasiado guapos para encarnar papeles de promotores y politiquillos. Un director, Emilio, tan ufano como Jesús Ger, el creador de Marina d’Or. 

En el suelo del set serpentean cables del grosor de un bote de antiojeras. En la carpa reptan cajas de maquillaje, cofres con vestuario, la gaffer que grita al best boy algo de la sobrecarga de un convertidor. Los conflictos de competencias y los egos se disimulan entre los envases de PVC del catering, que también es de plástico. A la hora de comer todos somos amigos, subimos fotos a Instagram en las que pone «familia por un día», «best crew ever», «work in progress» y otros aforismos de las redes sociales. Un rodaje es un Estado artificial con su realidad, en el que se crean realidades que son ficciones. Y esta es la más más cara de mi carrera. 

–¡Corta! 
–¿Pero qué pasa ahora?
–Fer, tío, tienes que sacar más el cuerpo del vagón. Echa el cuerpo fuera. Sin miedo al vacío, a tu personaje no le asusta nada. Te levantas del asiento, estiras el brazo y ¡pum! disparas y te cargas al tipo del vagón de enfrente. 
–Pero es que no es verosímil, en este ángulo es imposible. Que me voy a caer, que cualquiera se caería. 
–La verosimilitud no me importa, eso es lo más sencillo de hacer. Este capítulo tiene que ser épico. Es el tiro crucial en la escena decisiva. Nos está costando una pasta. Nueva temporada asegurada. Curro para todos.

Rodamos en la cima de la montaña rusa de Emotion Park. 40 atracciones para toda la familia con una variada oferta de restauración. Abierto al público de abril a octubre.  Desde aquí arriba las piscinas de los apartamentos parecen cajas de lentillas, pastilleros, tapones de plástico, sacapuntas para lápices de carpintero. Hay 300 figurantes en el pie de la atracción. 300.000 euros en decorados que para diez segundos. ¿Hace falta un león amaestrado que saque la cabeza por la ventanilla del copiloto? Lo quieres, lo tienes. No hay imposibles. Emotion Park puede abrir en exclusiva durante la segunda semana de febrero. Bajo las órdenes del ayudante de dirección los deseos fílmicos son incondicionales absolutos.   

Miguel vuelve a encender las máquinas, reproduce estoicamente todos los movimientos que ya ha hecho diez veces. Con un ladrido del director repetimos el ritual. Claqueta. Hay un silencio visceral. Pero se oye una exhalación. Una única y clamorosa exhalación.

El misterio de la fobia es el suspiro. Y Fer suspira, cada vez más. Suspira y suspira. La cúspide del suspiro es la hiperventilación. Con cada bocanada de aire salino se expanden los alvéolos, aumenta el oxígeno en sangre. Sus pulmones van por libre. Oxígeno de más en el torrente, anhídrido carbónico de menos. Lo aprendí con las reposiciones de Doctor en Alaska: el diafragma no se contrae, hay pérdida de reflejos, mareos, temblor de piernas. Al sonidista le pitan los tímpanos por el latido del corazón de Fer. Escucha sus arterias cerrándose, el arañazo de las uñas clavándose en la barrera de seguridad, el tiempo suspendido en una quietud ominosa. 

Pensemos en el más insignificante de los insectos, en esos bichos que parece que no tengan un papel en la cadena trófica. Qué vacuidad. Su vida está ofrendada a preparar el terreno para la siguiente tanda de lavas, que cuando maduren, realizarán un trabajo idéntico. No dista mucho la vida de una hormiga a la de un asistente de producción, un cámara, una actriz. ¿Cuál es el resultado de todo esto, cuál es el premio de semanas de esfuerzos para crear un capítulo que verán unos pocos mientras escogen con qué emoji de animal contestar al WhatsApp? ¿A santo de qué una profesión que exige tantísima energía para parir un producto intrascendente, enmarañado en el mar de los Sargazos del entretenimiento? 

–¡Corta!
Emilio está desesperado, Fer está lívido. El resto del equipo no muestra emoción alguna. Idólatras por instinto, holgazanes de las decisiones propias.   
–¿Y ahora, qué? 
–Te falta sentimiento. A todos vosotros. Estáis ahí como pánfilos. No os lo creéis, ¡joder! Que yo me levanto cada día con puta ilusión por tirar esto para adelante y qué tengo, tengo un equipo de pollos sin cabeza a los que les da igual. 
Su desprecio nada sutil es el extra de queso este vacío. 
–Entonces, ¿qué? ¿Repetimos o podemos parar? 
–Aquí no para ni Dios.

Algo duro, del tamaño de una tuerca, me cae sobre la cabeza. Tiene la consistencia de un pedazo de cornisa reblandecido, un cuerpo húmedo, que no ataca pero pone en guardia.  Es una bola irregular, de blanco sucio. Es granizo. Del cielo vienen más, con mayor velocidad. Una bastante gruesa y pegajosa impacta contra las gafas de Emilio, se rompe sobre el puente y se deshace deslizándose por el cristal derecho. 

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