IMPREVISTOS DE LA VIDA (GRANDES SUPERFICIES)
Suena
el despertador cuando todavía es de noche. Una vez más el insomnio tozudo hizo
acto de presencia. Mateo no ha dormido en casa. Su lado vacío en la cama,
evidencia lo que hace ya tiempo es obvio: una crisis incurable se ha instalado
entre nosotros. Las ausencias, tanto
físicas como mentales, cada vez son más frecuentes. Antes hablábamos. Ahora, no
encontramos las palabras, perdidas por algún rincón de la casa. Necesito oír el
eco de una voz, aunque sea la mía.
He
llamado un taxi. En pocos minutos lo tendré en la puerta, ahora, mi viaje es lo único que debe
importarme. Al salir a la calle, el frescor de la madrugada me despeja. Las
farolas, todavía encendidas, proyectan sombras irregulares sobre la calzada a
consecuencia del viento que a rachas, presagia un típico día otoñal. Son formas
hermosas, imágenes que recuerdan movimientos de danza, pero me producen una
extraña sensación de ansiedad. Son solo árboles, me digo en voz baja.
Cuando
llega, el taxista, introduce mi poco equipaje en el maletero con cara de
cansancio y por su actitud sospecho que no
tiene demasiadas ganas de hablar. A mis observaciones banales, responde con
monosílabos. Podría ser el cansancio acumulado por las horas que lleva sentado en
el coche, o por todo lo contrario, tal vez se acaba de levantar y es de los que
necesitan ir ajustando su mente a la realidad diaria. También es posible que el
coche no sea suyo y se siente explotado en su trabajo. Hay días en los que yo
también tengo esa sensación. Y eso que mi trabajo me gusta, es lo que soñé
desde muy joven, pero últimamente cada vez me resulta más difícil. Hay mucha
competencia y los encargos son cada vez más inverosímiles. Hay que demostrar
sin descanso grandes dosis de creatividad y geniales ocurrencias.
Hemos
llegado a la puerta de salidas del aeropuerto. A estas horas el tráfico no ha
cobrado protagonismo y la carrera me ha parecido corta, además de silenciosa. La luz todavía permanece
encendida fuera y dentro del edificio, dándole un aspecto más grandioso del que
en realidad tiene. Es un aeropuerto pequeño y cómodo. Al entrar en el vestíbulo, me sorprende ver tanta gente, no es
lo habitual a estas horas. Viajo con bastante frecuencia a Roma y siempre con
el mismo vuelo. La Agencia Publicitaria para la que trabajo, tiene su sede en
la capital italiana. La reunión de hoy es importante, organizada principalmente
para establecer reajustes entre los colaboradores. Desde hace muchos años, llevo el
proyecto completo de una marca de cosméticos internacional, incluida su
identidad corporativa. Mi trabajo, fortalecer y actualizar por medio del diseño
las principales características de la firma, siempre ha sido muy valorado, pero
ahora peligra mi continuidad con los nuevos reajustes. Pretenden tener un
equipo multidisciplinar coordinado por una sola persona, y yo soy la más
capacitada para ese cargo, pero dudo que aceptaran que lo hiciera desde
Valencia. No me encuentro, a mis años, con las energías necesarias para dar un giro
tan rotundo a mi vida. Cuando eres joven no titubeas, te lanzas sin dudarlo, pero
ahora, aproximándome a los cincuenta…
Aunque
si lo pienso, podría ser un buen cambio. Solucionaría la inminente ruptura de mi matrimonio
con Mateo, alargado de manera absurda y además
no le daría el gustazo de que todos me consideraran la abandonada. También
vivir en Roma podría mejorar mi estado de ánimo, bastante apagado estos últimos
meses. Pero para eso, debo afianzar mi puesto de trabajo en la Agencia y que se
convierta en una posibilidad real.
En
el mostrador de Ryanair, la gente guarda su turno formando una hilera. En medio de la sala hay carros metálicos abandonados
y sobre ellos, montones de maletas aparentemente sin dueño. Oigo voces con
acento italiano que atraen mi atención, gesticulan agitando sus manos. En otro
grupo con aspecto de alemanes, discuten y no parecen entenderse. Como no tengo
que facturar equipaje y llevo la tarjeta de embarque, decido no preocuparme por el ambiente enrarecido, que
percibo, y dirijo mis pasos hacía la
terminal en la primera planta. Allí unas azafatas de tierra, controlan las
entradas. Me sorprende ser yo la única que accede en este momento.
Dejo
mi maleta sobre la cinta trasportadora, después de sacar el ordenador portátil
que deposito en la bandeja junto a una pulsera, regalo de Mateo, que suele
pitar bajo el arco de detección de metales. Agradezco que no me hayan hecho
quitar los zapatos, ni abrir el bolso de bandolera. Me dirijo hacia el
embarque.
Hasta
este momento no había mirado hacia el fondo de la sala. Al hacerlo, me quedo
petrificada: está atiborrada de gente. Las mesas de las dos cafeterías están todas
ocupadas. Algunas, con familias enteras, otras, con jóvenes que consultan el
ordenador. Y más allá, tumbados en el suelo y tapados con anoraks, varios
jóvenes durmiendo, apoyando las cabezas sobre sus mochilas a modo de almohadas.
Parecen de un equipo deportivo por la semejanza de sus ropas.
Algunas
luces del altísimo techo parpadean. Desde la distancia se asemejan a
relámpagos. Son el complemento perfecto al ambiente hostil, de abandono, que se respira en esta zona del
aeropuerto. Noto un ligero vahído; debería tomarme un café con leche antes de
embarcar. Me acerco a la barra de una de las cafeterías donde dos mujeres toman
una infusión. Llevan ropas ligeras, pantalones amplios y zapatillas cómodas.
Dudo que sean españolas, pero les pregunto si saben qué está ocurriendo en este
aeropuerto, normalmente tranquilo.
—Las
huelgas. Desde ayer, han anulado muchos vuelos a Roma y no son claros los que
salen hoy. Hay que ser tranquilos, sin
prisa. Decir ayer por televisión.
Oigo
la palabra tranquilos y me entra un escalofrío. Les doy las gracias y me alejo
sin tomar nada. Cómo es posible que no me haya enterado de la huelga teniendo
que coger hoy preciso un vuelo. Estuve todo el día en el estudio terminando los
trabajos que tenía entre manos y acabé muy cansada. Son las razones que me
digo.
En una zona más alejada, casi en penumbra, veo
un grupo de personas mayores sentadas sobre sus propios equipajes. Una mujer,
de cabellos totalmente blancos y vestido estampado con flores de colores
fuertes, sostiene bajo sus brazos cruzados, como si fuera un niño, un bolso
enorme. No para de bostezar. Cuando lo hace, permanece con la boca abierta un
tiempo que me parece excesivo. Parece
estar en éxtasis, y yo también al
mirarla ¡Espabila Carmen, no te embobes!
Mis
ataques de ansiedad, últimamente, son muy frecuentes y noto que ahora mismo
estoy en uno de ellos. Busco en el bolso. Sé que no debo abusar de los
tranquilizantes, pero ahora necesito una de esas pastillas milagrosas. Saco de
una máquina expendedora un botellín de agua y sin apenas detener mis piernas,
rápidas, pero extraviadas, doy un sorbo largo y me trago la pastilla. Salgo de
la sala de embarques. Tengo necesidad de justificar mi salida ante las azafatas
que hace pocos minutos me han facilitado la entrada.
--Perdón,
no sabía lo de la huelga y necesito llegar a Roma hoy mismo. Salgo porque tengo
que encontrar una solución.
La
azafata me mira con cara de no entender nada de lo que le digo, pero no pone
ningún obstáculo a mi salida. En realidad ellas controlan las entradas y si
vuelvo a pasar por esta misma puerta, volverá a controlarme. Ahora, con cara de
pensar que estoy un poco loca, ni abre la boca.
Pregunto
en Información cual es el problema de la huelga.
--Es
solo la compañía Ryanair la que tiene inactivos a los pilotos y al personal de
servicios durante el vuelo. Como desde Valencia vuela a las principales
ciudades europeas, el caos que tenemos aquí como habrá comprobado, es enorme. Posiblemente
esta noche se consigan acuerdos con los sindicatos y mañana se restablezca la normalidad.
Por eso, muchos pasajeros han preferido quedarse en el aeropuerto esperando
poder salir en pocas horas.
Se
me cae el mundo encima. Hoy tengo que estar preciso en Roma, le digo. Me
sugiere que explique mi urgencia a la compañía y que traten de encontrar alguna
solución. La más sencilla sería volar hacia París, y de París a Roma no creo
que exista ningún problema, me dice. Un
poco más largo, pero con la urgencia de
llegar hoy… Tengo que dirigirme a la compañía.
Me
coloco en la fila e intento tranquilizarme, con el deseo de que avance rápido. Mientras, observo el desconcierto
a mí alrededor. Parece que ahora hay más gente. Varios niños corren
persiguiéndose como si estuvieran en un parque. Sigo a los pequeños con la mirada. De pronto uno se
para en seco, inclina la cabeza y vomita. El que corría detrás de él, no puede parar,
resbala y cae. En este mismo instante, ante la escena un tanto dantesca, suena
mi móvil, es Matías. Lo cuelgo, y unos segundos después vuelve a sonar, pero no
contesto. Lo pongo en silencio y sigo con el espectáculo de los niños, sus
padres, y la que se ha organizado con la vomitera. Acuden dos mujeres con
serrín, escobas y mochos. No sé de donde han salido, pero resuelven como pueden
el desaguisado y desaparecen. El suelo queda todavía peor de lo que estaba. Se
me revuelve el estómago, noto debilidad y recuerdo que no he desayunado nada.
Estoy
muy nerviosa. Todavía no percibo los efectos de la pastilla. Sé que si abuso, su
acción disminuye, pero necesito tranquilizarme y mi ansiedad va en aumento. Me
dirijo a la joven que se encuentra delante de mí. Sé que cuando converso con
alguien, o me hablo a mí misma, hay un efecto terapia.
--Supongo
que si estás aquí es porque tú también tienes algún problema a consecuencia de
la huelga ¿Dónde pretendes ir?
--Cambiar
ticket a París. Yo comprar otro después, más adelante. Muy estupenda Valencia y los chicos simpáticos--,
me dice.
Noto
un vahído al escuchar sus palabras. Si entiendo lo que oigo, debe ser un
milagro. No es posible tener tanta suerte. Si sólo es cambiar el nombre del
pasajero, debe ser sencillo. Y de hecho lo es. Cuando por la impresora sale la
tarjeta con mi nombre, no me lo puedo creer. Pago el incremento del nuevo
billete a París, el vuelo desde allí a
Roma y con las piernas temblándome, me dirijo al embarque de la compañía
francesa. Tranquila Carmen, todo va a salir perfecto. A media mañana estás en
Roma y asistes a la reunión.
Se
oyen unos graznidos y levanto la mirada como mucha gente. Parece que varios
pájaros, han entrado en el recinto y van desorientados buscando una salida. Tropiezan
con las paredes, la mayoría de cristales y alguno cae al suelo, creando cierta
confusión a su alrededor. Me parecen muy
oscuros, negros, no me gustan. Parecen cuervos, pero son más pequeños. Me identifico
con ellos. Como yo, quieren salir del dichoso aeropuerto.
Acelero
el paso, tengo un poco de ahogo. Hay niños que siguen corriendo y el suelo, está
lleno de manchas y pegotes a pesar de
las limpiadoras. Algunos jóvenes, sentados en el suelo, están comiéndose un
bocadillo. A verlos, confirmo mi hambre, pero no puedo entretenerme, tengo que subir
a ese avión.
Está
amaneciendo ¡Por fin ya más tranquila! Hemos subido a bordo y conmigo algunos de los que han pasado la
noche aquí, también los alemanes mayores, todos con muy buen color de cara.
Seguro que con su buena jubilación, no paran de viajar, que envidia. Yo si no
ahorro lo tengo crudo y con la rapidez que pasan los años… Carmen, ¿a qué viene
pensar ahora en tu vejez?, solo tienes cuarenta y nueve años, estás en lo mejor
de la vida… Tengo que pensar en positivo.
¡Cómo
iba a imaginar estar hoy aquí en la capital francesa!, bueno cerquita. Me ha
costado un pastón, pero ya decidida llegar a Roma, era necesario. Tengo un buen
asiento de ventanilla y ya metida en gastos he pedido una copa de champagne francés
que me encanta. Siento mi cuerpo
adormecido, pero consciente y a gusto
después del despegue y con la copa, todo perfecto.
Sin
apenas darme cuenta, estamos descendiendo. Me ha venido muy bien este pequeño
descanso. Empiezan a verse las pistas de aterrizaje y un brusco movimiento de
desplome en el avión, me produce una fuerte sensación de vértigo, tanto, que aprieto mis manos sobre los apoya brazos
tratando de no caerme. Cierro los ojos para intentar serenarme, tanta
incertidumbre acumulada estas últimas horas, me pasan factura. Trataré de comer
algo nada más llegue. En el vuelo solo servían bebidas y estoy algo
desfallecida. Solo un poco desfallecida y también algo achispada. Los fármacos
que tomo son incompatibles con el alcohol, pero no creo que un par de copas…
Hacía
mucho que no venía a este aeropuerto, me parece más grande que la última vez
que estuve. Hay mucha gente por todas partes. Recojo la tarjeta de embarque y
busco donde sentarme, me vendrá bien comer algo: un bocadillo y sigo con el
cava, así no mezclo y además está buenísimo. Compruebo la hora de embarque y como
hay tiempo decido descansar un rato, relajarme. Me distrae observar a la gente que circula en todas direcciones. Atrae
mi atención una mujer muy mayor toda azul. Desde el pelo, la camisa, el chaleco
y hasta una falda de tul con mucho vuelo que llega hasta unas botas con
brillantes, todo es de color azul. Me hechiza. Cuando tenga la edad de esta
señora me gustaría vestir así. Posiblemente con otro color. De rojo por
ejemplo. Me entra una risa floja, sonora. Pareceré un papagayo, digo en voz
alta. Los de la mesa de al lado, me miran, pero no me importa. Sigo con el
champagne y me tomo otra pastilla para seguir tranquilizándome.
Se
oyen unos fuertes ladridos que parecen de perro. De varios perros, por la cantidad
y variedad de los alborotados sonidos que escucho. Una especie de caravana con
ruedas aparece de pronto llena de galgos, con pedigrí, supongo. No consigo entender
donde los llevan. Supongo que a uno de los vuelos, pero me parece muy raro. El
que conduce, va emitiendo pequeños
toques de claxon y la gente se aparta para dejarlo pasar. Entre toda esta gente
del desfile, van numerosos payasos. Algunos con la cara pintada de blanco y
altos capuchones en su cabeza. Otros, echando pelotas al aire sin detenerse y
los que visten más o menos normal, aplaudiendo. Trato de razonar, aunque me
cuesta. Distracciones del aeropuerto para que no se alargue la espera de los
transbordos, supongo.
De
repente, sumida en mi distracción y pensando en transbordos, recuerdo el mío.
Pago la consumición que me parece abusiva para un bocadillo, aunque el
champagne es lo más caro. Al abrir el
bolso, el móvil, abandonado hace mucho, parece que reclame mi atención. Lo he
olvidado completamente y está en silencio. Al examinarlo descubro que hay
varias llamadas de Mateo, no me acordaba de él. Lo activo y decido que le
llamaré antes de embarcar. Voy a dirigirme hacia la puerta que me corresponda,
pero tendré que preguntar hacia donde tengo que ir, estoy desorientada.
En
uno de los sillones, leyendo un diario español, veo un hombre de mediana edad y
le pregunto si puede indicarme donde es el embarque mostrando mi tarjeta. No lo
sabe, lo siento, me dice y continúa leyendo El País. Yo sigo hacia adelante, en
la dirección que llevaba, arrastrando mi maleta de ruedas y tratando de caminar segura y en línea recta. En mis
razonamientos, entiendo que la dificultad se debe a que estoy esquivando a toda
la muchedumbre que viene en sentido contrario al mío. Me parece mucha.
Alguien
que se encuentra a poca distancia y ha escuchado mi pregunta al
caballero español, poco amable por cierto, me increpa con una generosa y enorme
sonrisa. No sé si lo de la formidable sonrisa se debe a que destaca de manera
exagerada sobre el color de su piel, más bien oscura, muy oscura, o que yo,
después de las horas que hoy llevo amontonadas, todo lo deformo. No lo sé, pero
quedé cautivada al instante con esa sonrisa y sorprendida con lo que me dijo.
--Perdone
señorita, no he podido evitar oír la pregunta que usted le ha hecho hace unos
minutos al caballero que parecía español.
Yo también lo soy y he entendido que estaba perdida. Y ahora le tengo que decir,
aunque lo siento, que está mucho más alejada de su terminal que antes.
--¿Usted
es español?— sin poder verme, imagino la cara de asombro que pongo ante el
negro que tengo delante— ¿y estoy más perdida que antes?
--Aunque
le parezca extraño, soy tan español como usted.
--Perdone,
no quería ofenderle. No soy xenófoba en absoluto, pero me ha sorprendido,
supongo, por estar en un aeropuerto tan internacional, con tantas razas, tantas
personas distintas, tantas… perdone, me
estoy mareando…
Me
sujeta del brazo, me acerca hacia uno de los sillones y me facilita que me
siente. Acerca mi maleta y… justo en ese momento vuelve a sonar mi móvil desde
el bolso. No lo cojo, por supuesto, y dejo que, el negro de amplia sonrisa, me
traiga un botellín de agua y se preocupe de mi mareo y me mire con dulzura. O
al menos a mí me parece que es una sonrisa acaramelada.
--Para
mi vuelo, faltan muchas horas, pero el suyo me temo que ya ha salido. Han
estado llamándola por megafonía durante mucho rato… y parece que no se ha
enterado.
Un
cúmulo de reacciones acuden a mi cabeza. Sentimientos confusos: indignación,
desconsuelo, tristeza, ira… miedo, desinhibición, sarcasmo, cinismo…
--Pues
que se vaya al carajo, el vuelo, Roma, Mateo y la madre que lo parió… --digo
sintiéndome muy relajada.
--¿Se
encuentra bien señorita?
--Me
encuentro perfectamente.
Hace
mucho que nadie me llamaba señorita.