martes, 25 de febrero de 2020


EL PREMIO DE LOTERÍA
Miraste la lista de los números premiados, no te lo podías creer. Tu décimo estaba entre los primeros. Es mucho dinero, muchísimo. Tu cabeza empezó a darle vueltas a la cifra, a imaginar posibilidades. De repente recordaste que lo compartías con tu amigo Daniel, que no era solo tuyo. Está con su mujer y además apenas sale de casa, no lo necesita para nada, pensaste. En cambio, has de ir con cuidado, que tu ex no se entere o te sacará hasta los forros. Todavía puede…
Esa noche, te costó dormirte con los nervios y también con la duda. Daniel es amigo de siempre, pero… mañana decidirás.
Soñaste que corrías por un pasillo que parecía no tener fin. Estaba en penumbra y te girabas de cuando en cuando para comprobar que nadie te seguía. De pronto se abrió un vacío y empezaste a caer en forma de espiral. Rodabas y rodabas cada vez más rápido. Hasta que tocaste fondo. Allí, de pie, estaba tu amigo Daniel esperándote con una sonrisa, sin moverse. Al cercarte, viste que no era él, sino su imagen en cartón piedra. Al tocarlo, tú también te convertiste en un ninot de falla. Se abrió una puerta, salieron dos hombres y cogiéndote te tiraron a una hoguera. De inmediato, sonaron palmas. Era Daniel junto a vuestras respectivas mujeres. El fuego te consumía con rapidez y ellos, muy contentos seguían aplaudiendo. Te despertaste bañado en sudor. Miraste tus brazos, tus piernas, estabas intacto.
Nada más levantarte, llamase a Daniel.
--Buenos días Daniel, te llamo para darte una buena noticia…

domingo, 23 de febrero de 2020

PACIENCIA


Te cuelga el ramo de flores y no sabes qué hacer con él. Parar no porque entonces chillarás como una condenada. Correr tampoco porque chocarás con todo el mundo y acabarás peleándote. Acaso arrodillarte sea lo más verosímil y pedir consuelo, piedad, bondad a todo aquel que se acerque a mirarte. No sabes, no sabes nada, no sabes ni tu nombre, primero Marieta, luego Mari, más tarde, demasiado tarde, María. Ya ha caído un tallo, notas cómo ha resbalado por tu antebrazo mientras no se te ocurre otra cosa que meterte por la gran puerta de El Corte Inglés. Te miran, lo notas, sientes en la mejilla una mata de tu pelo, se habrá deshecho el moño, tantas horas inútiles de trabajo, te pesa el traje, y eso que no lleva mucha cola, te ves de niña en el campo repleto de nieve, no haces el ángel, sólo escuchas el silencio, algo te atrapa. Cuanto bullicio aquí, cuantas cremas y colonias y gafas y pañuelos y maquillajes y bolsos y relojes y pendientes y limas y carteras y mujer, mujer, mujer, todo para ti María que eres mujer, todo para ti, saca la cartera y gasta, pero no puedes,  te han hecho el vestido para que nada lleves encima,  todo te lo dará él, el día de San Valentín, el día de tu cumpleaños, el día de la madre, el día de Papa Noel, el día de los Reyes Magos. Saca la libreta y apunta qué te gusta, qué quieres, qué necesitas, qué capricho te llama. No llevas boli, ni móvil, entraste a la iglesia sin él, lo dejaste encima de la cómoda de tu madre, después de que te peinasen el moño, después de que te pusiesen el vestido, después de la foto con todos. La primera vez que vas sin móvil, te paras delante de las gafas, te apetece coger una, desaparecer, la dependienta te mira con profundidad, no dice nada, tú pronuncias en voz baja, “préstame una, hazme el favor, ten compasión”, le clamas con fervor de mártir,  ella elije la más cañera, de concha y patillas gruesas, la de más pelas, te  la ofrece con cara de haber llegado a la luna, te la colocas mientras te caen todas las flores. Por fin sientes un poco de fuerza, sólo un poco, un poquito como diría quién se inventó Mari, Mari ven aquí, Mari ve allá, Mari cállate, Mari píntate, Mari que buena eres, Mari. Sientes que todo el mundo te rodea. Estiras los brazos y se forma un pasillo a tu alrededor. Vas a la escalera que está en tu campo de visión. Recoges el largo del vestido y te lo pasas por encima del brazo. Recoger, recoger, recoger, siempre recoger, recoger la mesa, recoger la compra, recoger los niños, recoger la casa. Subes a la escalera que ahora es de color naranja. Arriba por favor, arriba, arriba, te dices a ti mismo, llegas al final  y das el salto oportuno que siempre haces desde que viste en un Informativo a una mujer asiática engullida por el último tramo de escaleras,  estiraba los brazos alzando su bebé, entregándolo, alguien lo recogió, se veía. Fue un segundo. Ella desapareció. Nada más se dijo sobre esa noticia. Mutis, diría tu padre. Tantas cosas mutis. Imagen que durmió contigo mucho tiempo, siempre al acostarte. Engullida. Céntrate te dices.  Te miran, lo sabes. Alguien te persigue. Una mano que te roza el hombro. Tú avanzas impasible, ahora entre sartenes, asadoras, cazuelas, ollas, vasos, cuberterías. Piensas en lo que te dijo tu tía Francisca para que una tortilla a la francesa salga buena, sólo hay un ingrediente esencial, paciencia. Te sirvió ese consejo, tú que enseguida le dabas la vuelta aprendiste a esperar,  paciencia Mari, paciencia. Decidiste grabarte esta palabra a fuego en la frente en el primer minuto de este año. Mari, paciencia. La paciencia de tener que tener una asadora para la carne, otra para el pescado, ya lo dice tu amiga que es tan cuidadosa en estos asuntos, Mari esta carne sabe a pescado, paciencia Mari, paciencia. Céntrate vuelves a decirte. Con pasos resueltos avanzas, tras de ti se oyen murmullos. Te gusta la luz con estas gafas de sol, más tenue, más ligera, menos blanco. Te pesa el vestido. Te molesta el corsé que llevas debajo. Ves la olla alta para la pasta, Mari acuérdate que esté al dente, paciencia, paciencia, la otra olla para la sopa y la grande para los garbanzos con sepia, acuérdate Mari que lo marrón no es la caca de la sepia, es el hígado, da mucho sabor. Te dejas los dedos al cortar las sepias sin limpiar, vienen a comer el padre y la madre de él. Mari, hoy que salga bien sabroso, no me falles Mari,  paciencia, paciencia. Notas que te cogen del brazo, agitada mueves la cabeza y todo el moño es ya melena. Te giras, un hombre guapo te retiene entre las sartenes, no quieres ahora paciencia. Te quitas los tacones con los pies y logras echar a correr, pasas entre los cuchillos y coges el primero que viene a mano. La gente se aparta, chilla. Avanzas entre lavadoras,  no puedes evitar pensar en tu otra tía,  cuando se sentía mal le daba por poner lavadoras y sentarse delante del tambor, obnubilada.
CONTINUARÁ Y SE REVISARÁ-

sábado, 22 de febrero de 2020

IMPREVISTOS DE LA VIDA (GRANDES SUPERFICIES)


IMPREVISTOS DE LA VIDA  (GRANDES SUPERFICIES) 
Suena el despertador cuando todavía es de noche. Una vez más el insomnio tozudo hizo acto de presencia. Mateo no ha dormido en casa. Su lado vacío en la cama, evidencia lo que hace ya tiempo es obvio: una crisis incurable se ha instalado entre nosotros. Las  ausencias, tanto físicas como mentales, cada vez son más  frecuentes. Antes hablábamos. Ahora, no encontramos las palabras, perdidas por algún rincón de la casa. Necesito oír el eco de una voz, aunque sea la mía.
He llamado un taxi. En pocos minutos lo tendré en la puerta,  ahora, mi viaje es lo único que debe importarme. Al salir a la calle, el frescor de la madrugada me despeja. Las farolas, todavía encendidas, proyectan sombras irregulares sobre la calzada a consecuencia del viento que a rachas, presagia un típico día otoñal. Son formas hermosas, imágenes que recuerdan movimientos de danza, pero me producen una extraña sensación de ansiedad. Son solo árboles, me digo en voz baja.
Cuando llega, el taxista, introduce mi poco equipaje en el maletero con cara de cansancio y por su actitud sospecho que  no tiene demasiadas ganas de hablar. A mis observaciones banales, responde con monosílabos. Podría ser el cansancio acumulado por las horas que lleva sentado en el coche, o por todo lo contrario, tal vez se acaba de levantar y es de los que necesitan ir ajustando su mente a la realidad diaria. También es posible que el coche no sea suyo y se siente explotado en su trabajo. Hay días en los que yo también tengo esa sensación. Y eso que mi trabajo me gusta, es lo que soñé desde muy joven, pero últimamente cada vez me resulta más difícil. Hay mucha competencia y los encargos son cada vez más inverosímiles. Hay que demostrar sin descanso grandes dosis de creatividad y geniales ocurrencias.
Hemos llegado a la puerta de salidas del aeropuerto. A estas horas el tráfico no ha cobrado protagonismo  y la carrera me  ha parecido corta, además de  silenciosa. La luz todavía permanece encendida fuera y dentro del edificio, dándole un aspecto más grandioso del que en realidad tiene. Es un aeropuerto pequeño y cómodo. Al entrar en el  vestíbulo, me sorprende ver tanta gente, no es lo habitual a estas horas. Viajo con bastante frecuencia a Roma y siempre con el mismo vuelo. La Agencia Publicitaria para la que trabajo, tiene su sede en la capital italiana. La reunión de hoy es importante, organizada principalmente para establecer reajustes entre los  colaboradores. Desde hace muchos años, llevo el proyecto completo de una marca de cosméticos internacional, incluida su identidad corporativa. Mi trabajo, fortalecer y actualizar por medio del diseño las principales características de la firma, siempre ha sido muy valorado, pero ahora peligra mi continuidad con los nuevos reajustes. Pretenden tener un equipo multidisciplinar coordinado por una sola persona, y yo soy la más capacitada para ese cargo, pero dudo que aceptaran que lo hiciera desde Valencia. No me encuentro, a mis años, con las energías necesarias para dar un giro tan rotundo a mi vida. Cuando eres joven no titubeas, te lanzas sin dudarlo, pero ahora, aproximándome a los cincuenta…
Aunque si lo pienso, podría ser un buen cambio.  Solucionaría la inminente ruptura de mi matrimonio con Mateo, alargado de manera absurda y  además no le daría el gustazo de que todos me consideraran la abandonada. También vivir en Roma podría mejorar mi estado de ánimo, bastante apagado estos últimos meses. Pero para eso, debo afianzar mi puesto de trabajo en la Agencia y que se convierta en  una posibilidad real.
En el mostrador de Ryanair, la gente guarda su turno formando una hilera.  En medio de la sala hay carros metálicos abandonados y sobre ellos, montones de maletas aparentemente sin dueño. Oigo voces con acento italiano que atraen mi atención, gesticulan agitando sus manos. En otro grupo con aspecto de alemanes, discuten y no parecen entenderse. Como no tengo que facturar equipaje y llevo la tarjeta de embarque, decido no  preocuparme por el ambiente enrarecido, que percibo, y dirijo mis pasos  hacía la terminal en la primera planta. Allí unas azafatas de tierra, controlan las entradas. Me sorprende ser yo la única que accede en este momento.
Dejo mi maleta sobre la cinta trasportadora, después de sacar el ordenador portátil que deposito en la bandeja junto a una pulsera, regalo de Mateo, que suele pitar bajo el arco de detección de metales. Agradezco que no me hayan hecho quitar los zapatos, ni abrir el bolso de bandolera. Me dirijo hacia el embarque.
Hasta este momento no había mirado hacia el fondo de la sala. Al hacerlo, me quedo petrificada: está atiborrada de gente. Las mesas de las dos cafeterías están todas ocupadas. Algunas, con familias enteras, otras, con jóvenes que consultan el ordenador. Y más allá, tumbados en el suelo y tapados con anoraks, varios jóvenes durmiendo, apoyando las cabezas sobre sus mochilas a modo de almohadas. Parecen de un equipo deportivo por la semejanza de sus ropas.
Algunas luces del altísimo techo parpadean. Desde la distancia se asemejan a relámpagos. Son el complemento perfecto al ambiente hostil,  de abandono, que se respira en esta zona del aeropuerto. Noto un ligero vahído; debería tomarme un café con leche antes de embarcar. Me acerco a la barra de una de las cafeterías donde dos mujeres toman una infusión. Llevan ropas ligeras, pantalones amplios y zapatillas cómodas. Dudo que sean españolas, pero les pregunto si saben qué está ocurriendo en este aeropuerto, normalmente tranquilo.
—Las huelgas. Desde ayer, han anulado muchos vuelos a Roma y no son claros los que salen hoy. Hay que ser  tranquilos, sin prisa. Decir ayer por televisión.
Oigo la palabra tranquilos y me entra un escalofrío. Les doy las gracias y me alejo sin tomar nada. Cómo es posible que no me haya enterado de la huelga teniendo que coger hoy preciso un vuelo. Estuve todo el día en el estudio terminando los trabajos que tenía entre manos y acabé muy cansada. Son las razones que me digo.
             En una zona más alejada, casi en penumbra, veo un grupo de personas mayores sentadas sobre sus propios equipajes. Una mujer, de cabellos totalmente blancos y vestido estampado con flores de colores fuertes, sostiene bajo sus brazos cruzados, como si fuera un niño, un bolso enorme. No para de bostezar. Cuando lo hace, permanece con la boca abierta un tiempo  que me parece excesivo. Parece estar  en éxtasis, y yo también al mirarla ¡Espabila Carmen, no te embobes!
Mis ataques de ansiedad, últimamente, son muy frecuentes y noto que ahora mismo estoy en uno de ellos. Busco en el bolso. Sé que no debo abusar de los tranquilizantes, pero ahora necesito una de esas pastillas milagrosas. Saco de una máquina expendedora un botellín de agua y sin apenas detener mis piernas, rápidas, pero extraviadas, doy un sorbo largo y me trago la pastilla. Salgo de la sala de embarques. Tengo necesidad de justificar mi salida ante las azafatas que hace pocos minutos me han facilitado la entrada.
--Perdón, no sabía lo de la huelga y necesito llegar a Roma hoy mismo. Salgo porque tengo que encontrar una solución.
La azafata me mira con cara de no entender nada de lo que le digo, pero no pone ningún obstáculo a mi salida. En realidad ellas controlan las entradas y si vuelvo a pasar por esta misma puerta, volverá a controlarme. Ahora, con cara de pensar que estoy un poco loca, ni abre la boca.
Pregunto en Información cual es el problema de la huelga.
--Es solo la compañía Ryanair la que tiene inactivos a los pilotos y al personal de servicios durante el vuelo. Como desde Valencia vuela a las principales ciudades europeas, el caos que tenemos aquí como habrá comprobado, es enorme. Posiblemente esta noche se consigan acuerdos con los sindicatos y mañana se restablezca la normalidad. Por eso, muchos pasajeros han preferido quedarse en el aeropuerto esperando poder  salir en pocas horas.
Se me cae el mundo encima. Hoy tengo que estar preciso en Roma, le digo. Me sugiere que explique mi urgencia a la compañía y que traten de encontrar alguna solución. La más sencilla sería volar hacia París, y de París a Roma no creo que exista  ningún problema, me dice. Un poco más largo, pero  con la urgencia de llegar hoy… Tengo que dirigirme a la compañía.
Me coloco en la fila e intento tranquilizarme, con el deseo de  que avance rápido. Mientras, observo el desconcierto a mí alrededor. Parece que ahora hay más gente. Varios niños corren persiguiéndose como si estuvieran en un parque. Sigo  a los pequeños con la mirada. De pronto uno se para en seco, inclina la cabeza y vomita. El que corría detrás de él, no puede parar, resbala y cae. En este mismo instante, ante la escena un tanto dantesca, suena mi móvil, es Matías. Lo cuelgo, y unos segundos después vuelve a sonar, pero no contesto. Lo pongo en silencio y sigo con el espectáculo de los niños, sus padres, y la que se ha organizado con la vomitera. Acuden dos mujeres con serrín, escobas y mochos. No sé de donde han salido, pero resuelven como pueden el desaguisado y desaparecen. El suelo queda todavía peor de lo que estaba. Se me revuelve el estómago, noto debilidad y recuerdo que no he desayunado nada.
Estoy muy nerviosa. Todavía no percibo los efectos de la pastilla. Sé que si abuso, su acción disminuye, pero necesito tranquilizarme y mi ansiedad va en aumento. Me dirijo a la joven que se encuentra delante de mí. Sé que cuando converso con alguien, o me hablo a mí misma, hay un efecto terapia.
--Supongo que si estás aquí es porque tú también tienes algún problema a consecuencia de la huelga ¿Dónde pretendes ir?
--Cambiar ticket a París. Yo comprar otro después, más adelante.  Muy estupenda Valencia y los chicos simpáticos--, me dice.
Noto un vahído al escuchar sus palabras. Si entiendo lo que oigo, debe ser un milagro. No es posible tener tanta suerte. Si sólo es cambiar el nombre del pasajero, debe ser sencillo. Y de hecho lo es. Cuando por la impresora sale la tarjeta con mi nombre, no me lo puedo creer. Pago el incremento del nuevo billete a París,  el vuelo desde allí a Roma y con las piernas temblándome, me dirijo al embarque de la compañía francesa. Tranquila Carmen, todo va a salir perfecto. A media mañana estás en Roma y asistes a la reunión.
Se oyen unos graznidos y levanto la mirada como mucha gente. Parece que varios pájaros, han entrado en el recinto y van desorientados buscando una salida. Tropiezan con las  paredes, la mayoría de cristales  y alguno cae al suelo, creando cierta confusión a su alrededor.  Me parecen muy oscuros, negros, no me gustan. Parecen cuervos, pero son más pequeños. Me identifico con ellos. Como yo, quieren salir del dichoso aeropuerto.                   
Acelero el paso, tengo un poco de ahogo. Hay niños que siguen corriendo y el suelo, está lleno de  manchas y pegotes a pesar de las limpiadoras. Algunos jóvenes, sentados en el suelo, están comiéndose un bocadillo. A verlos, confirmo mi hambre, pero no puedo entretenerme, tengo que subir a ese avión.
Está amaneciendo ¡Por fin ya más tranquila! Hemos subido a bordo  y conmigo algunos de los que han pasado la noche aquí, también los alemanes mayores, todos con muy buen color de cara. Seguro que con su buena jubilación, no paran de viajar, que envidia. Yo si no ahorro lo tengo crudo y con la rapidez que pasan los años… Carmen, ¿a qué viene pensar ahora en tu vejez?, solo tienes cuarenta y nueve años, estás en lo mejor de la vida… Tengo que pensar en positivo.
¡Cómo iba a imaginar estar hoy aquí en la capital francesa!, bueno cerquita. Me ha costado un pastón, pero ya decidida llegar a Roma, era necesario. Tengo un buen asiento de ventanilla y ya metida en gastos he pedido una copa de champagne francés que me encanta.  Siento mi cuerpo adormecido, pero consciente y  a gusto después del despegue y con la copa, todo perfecto.
Sin apenas darme cuenta, estamos descendiendo. Me ha venido muy bien este pequeño descanso. Empiezan a verse las pistas de aterrizaje y un brusco movimiento de desplome en el avión, me produce una fuerte sensación de vértigo, tanto, que  aprieto mis manos sobre los apoya brazos tratando de no caerme. Cierro los ojos para intentar serenarme, tanta incertidumbre acumulada estas últimas horas, me pasan factura. Trataré de comer algo nada más llegue. En el vuelo solo servían bebidas y estoy algo desfallecida. Solo un poco desfallecida y también algo achispada. Los fármacos que tomo son incompatibles con el alcohol, pero no creo que un par de copas…
Hacía mucho que no venía a este aeropuerto, me parece más grande que la última vez que estuve. Hay mucha gente por todas partes. Recojo la tarjeta de embarque y busco donde sentarme, me vendrá bien comer algo: un bocadillo y sigo con el cava, así no mezclo y además está buenísimo. Compruebo la hora de embarque y como hay tiempo decido descansar un rato, relajarme. Me distrae observar  a la  gente que circula en todas direcciones. Atrae mi atención una mujer muy mayor toda azul. Desde el pelo, la camisa, el chaleco y hasta una falda de tul con mucho vuelo que llega hasta unas botas con brillantes, todo es de color azul. Me hechiza. Cuando tenga la edad de esta señora me gustaría vestir así. Posiblemente con otro color. De rojo por ejemplo. Me entra una risa floja, sonora. Pareceré un papagayo, digo en voz alta. Los de la mesa de al lado, me miran, pero no me importa. Sigo con el champagne y me tomo otra pastilla para seguir tranquilizándome.
Se oyen unos fuertes ladridos que parecen de perro. De varios perros, por la cantidad y variedad de los alborotados sonidos que escucho. Una especie de caravana con ruedas aparece de pronto llena de galgos, con pedigrí, supongo. No consigo entender donde los llevan. Supongo que a uno de los vuelos, pero me parece muy raro. El que conduce, va emitiendo  pequeños toques de claxon y la gente se aparta para dejarlo pasar. Entre toda esta gente del desfile, van numerosos payasos. Algunos con la cara pintada de blanco y altos capuchones en su cabeza. Otros, echando pelotas al aire sin detenerse y los que visten más o menos normal, aplaudiendo. Trato de razonar, aunque me cuesta. Distracciones del aeropuerto para que no se alargue la espera de los transbordos, supongo.
De repente, sumida en mi distracción y pensando en transbordos, recuerdo el mío. Pago la consumición que me parece abusiva para un bocadillo, aunque el champagne es lo más caro.  Al abrir el bolso, el móvil, abandonado hace mucho, parece que reclame mi atención. Lo he olvidado completamente y está en silencio. Al examinarlo descubro que hay varias llamadas de Mateo, no me acordaba de él. Lo activo y decido que le llamaré antes de embarcar. Voy a dirigirme hacia la puerta que me corresponda, pero tendré que preguntar hacia donde tengo que ir, estoy  desorientada.
En uno de los sillones, leyendo un diario español, veo un hombre de mediana edad y le pregunto si puede indicarme donde es el embarque mostrando mi tarjeta. No lo sabe, lo siento, me dice y continúa leyendo El País. Yo sigo hacia adelante, en la dirección que llevaba, arrastrando mi maleta de ruedas y tratando de  caminar segura y en línea recta. En mis razonamientos, entiendo que la dificultad se debe a que estoy esquivando a toda la muchedumbre que viene en sentido contrario al mío. Me parece  mucha.
  Alguien  que se encuentra a poca distancia y ha escuchado mi pregunta al caballero español, poco amable por cierto, me increpa con una generosa y enorme sonrisa. No sé si lo de la formidable sonrisa se debe a que destaca de manera exagerada sobre el color de su piel, más bien oscura, muy oscura, o que yo, después de las horas que hoy llevo amontonadas, todo lo deformo. No lo sé, pero quedé cautivada al instante con esa sonrisa y sorprendida con lo que me dijo.
--Perdone señorita, no he podido evitar oír la pregunta que usted le ha hecho hace unos minutos al caballero que  parecía español. Yo también lo soy y he entendido que estaba perdida. Y ahora le tengo que decir, aunque lo siento, que está mucho más alejada de su terminal que antes.
--¿Usted es español?— sin poder verme, imagino la cara de asombro que pongo ante el negro que tengo delante— ¿y estoy más perdida que antes?
--Aunque le parezca extraño, soy tan español como usted.
--Perdone, no quería ofenderle. No soy xenófoba en absoluto, pero me ha sorprendido, supongo, por estar en un aeropuerto tan internacional, con tantas razas, tantas personas distintas,  tantas… perdone, me estoy mareando…
Me sujeta del brazo, me acerca hacia uno de los sillones y me facilita que me siente. Acerca mi maleta y… justo en ese momento vuelve a sonar mi móvil desde el bolso. No lo cojo, por supuesto, y dejo que, el negro de amplia sonrisa, me traiga un botellín de agua y se preocupe de mi mareo y me mire con dulzura. O al menos a mí me parece que es una sonrisa acaramelada.
--Para mi vuelo, faltan muchas horas, pero el suyo me temo que ya ha salido. Han estado llamándola por megafonía durante mucho rato… y parece que no se ha enterado.
Un cúmulo de reacciones acuden a mi cabeza. Sentimientos confusos: indignación, desconsuelo, tristeza, ira… miedo, desinhibición, sarcasmo, cinismo…
--Pues que se vaya al carajo, el vuelo, Roma, Mateo y la madre que lo parió… --digo sintiéndome muy relajada.
--¿Se encuentra bien señorita?
--Me encuentro perfectamente.
Hace mucho que nadie me llamaba señorita.

martes, 18 de febrero de 2020

DESLLIGO


- Los hombre no van a la playa solos
- Porque tú lo digas
-Siempre necesitáis al lado la jovencita de 25 años
- Lo que tienes es envidia
- Ja!, me haces reír. Hace tiempo que no me das placer Antonio. Me compré un Satisfyer, mejor que tú.
- Marina, eres una puta
- Y tú un machito gorrino 
- Devuélveme el rosario de mi madre 
- Y una mierda. Ella sí me quiso
- ¡Cómo le gustaba el chucrut! La echo de menos
- Yo también, nunca hubo una mejor suegra
- Voy a llorar, esto no tiene sentido
- Como cuando te levantas por la noche sonámbula.
- Me voy ya
- Espera, llévate el loro, no lo quiero conmigo.
- Devuélvelo a Ecuador
- Irónico. Fuiste tú quien quiso traerlo
- ¿Sabes?, allí también conocí a una mujer de 25 años
- Ya no me importa nada (Y se pone a cantar.el .........la la la de Massiel " Yo canto a la mañana que ve mi juventud y al sol  que día a día nos trae nueva inquietud..."aquí pinchar)
- ¿Qué dices? ¿Qué cantas?
- A la vida canto, vete y déjame tranquila. Por fin podré amar
-¿Amar?, ¿Tú amar?
- He quedado con Lourdes a las cuatro
- Me pica la espalda, acaríciame un poco ahí, en el omóplato.
- Me has oído?........LOUR     DES
- Lleva una o, omóplato lleva tres
- Mojito lleva dos, voy a ponerlos y con sombrillita. Espérame tumbado.
- No tardes, te hago un hueco a mi lado

sábado, 15 de febrero de 2020


SEGUNDA PERSONA ???
Te lo avisé. No podrás entrar si no estás allí una hora antes. Y así fue. La tarde estaba fresca, pero agradable. El autobús de tu casa al centro y después ir a la Lonja caminando, te llevó bastante tiempo. Se entraba por la puerta de atrás, llegaste a la principal, y estaba cerrada, claro. En cambio, la que daba acceso al concierto, se encontraba colapsada de gente protestando. Todos con la pretensión de entrar y dos policías impidiéndolo con el consabido: foro completo. Ni una silla vacía, decían. Desde las 18:30, no quedan localidades, también se hartaron de repetir. Pero de allí no se movía nadie. De pronto, viste a una señora muy gorda que salía de la sala. Llevaba un cigarrillo con papel marrón colgando de los labios. Lo cogió con los dedos corazón e índice y exclamó: “Ya estoy cansada de estar sentada ahí dentro ¿alguien tiene fuego?” Se hizo un espeso silencio y no viste a nadie que le diera. A los pocos segundos, te quedaste asombrada de ver llegar a un hombre maltrecho que arrastraba una pierna, mientras sus manos se movían sin control a la altura del pecho. Tú lo habías adelantado hacía unos minutos. Intentó entrar pero los guardias se lo impidieron. “Soy disminuido y tengo derecho a entrar”, gritó. Imposible señor, el aforo está lleno, le dijeron a él directamente. Empezó a subir el tono de su voz y repitió que como disminuido físico tenía derecho a entrar y a sentarse. Y también argumentó que él vivía de la música así que, con más motivo. Todos los allí presentes lo mirasteis sorprendidos. Tú, ante la situación, decidiste seguir paseando por las calles históricas que rodean la Lonja,  por las que hacía mucho no pasabas.



ESTEROTIPOS. Mujer alcohólica.
Sigo vomitando. Alguien me sujeta la cabeza, con una mano fría puesta en la frente. Al contraerse el estómago, sus espasmos, consiguen que la garganta se llene de nuevo con la masa viscosa que no cesa de expulsar mi cuerpo en el interior de la taza del wáter. Apesta sobre todo a alcohol, aunque otros olores se entremezclan al atravesar, el líquido espeso, los orificios de mi nariz. Están habituadas, mis fosas nasales, al hedor de la  podredumbre, a los malos tufos que me han acompañado desde hace muchos años, pero por lo visto, no se han acostumbrado.
Mi memoria, trata de entender el principio de lo que desencadenó esta terrible dependencia. Tendría entonces unos cinco años, no más. Todas las noches se repetía la misma escena a la que yo tampoco me acostumbraba. Mi madre con el semblante siempre triste, me preparaba la cena, se sentaba a mi lado y me la iba dando  a pedacitos con el pan, o a cucharadas la sopa, según el tipo de alimento que había puesto en el plato. Me apremiaba siempre. Termina antes de que llegue tu padre, me decía. Pero yo me quedaba absorta con la televisión, sin la cual, no sabía cenar.
Cuando oíamos la llave en la cerradura, a mi madre los ojos se le humedecían y me daba con rapidez las cucharadas. El temblor de su mano se acentuaba y en ocasiones, se le caía el líquido de la cuchara sobre la mesa sin poder evitarlo. Al entrar mi padre en el comedor, siempre la misma frase, que se repetía la mayoría de las noches. Con ella, yo recibía su beso con ese olor característico que ha formado parte de mi vida.
--Pero que torpe eres. Deja, deja, ya le doy yo la cena a la niña. No  sirves ni para eso.
Para mí, era familiar asociarles a los dos con la palabra torpe --que naturalmente no entendía--, con el tufo del alcohol y con las lágrimas de mi madre, que solían ser el final de los monólogos del “pater familia” y con el que se clausuraba el día. Un día tras otro. Yo era muy pequeña todavía para entender el significado de las palabras y los sentimientos de los mayores.
--A tu madre le falta alegría. No se puede ir por la vida con esa cara. Repetía con frecuencia.
--Vamos tesoro. Papá te dará la cena mientras te canta una canción.
Y entonaba una copla imitando sonidos, e incluso gestos, de las situaciones que nombraba. Y yo me reía. Un padre, cariñoso en demasía. Todo en él era excesivo.
A veces, me daba a probar algún licor dulce con el que solía terminar la cena, a modo de postre, de caramelo. Claro que me gustaba. Era dulce y hacía que me sintiera contenta. Tanto es así que cuando me encontraba sola en casa, abría el armario donde se guardaban los licores y empinando la botella, daba un sorbo. Yo sola. No necesitaba a nadie, estaba a mi alcance y me gustaba.
Muchos años después, me he preguntado por qué mi madre no hacía nada por impedírmelo. Por qué permitía que su marido, mi padre, me diera a probar bebidas que contenían alcohol. Por qué estaba siempre como ausente y permitía que sobre ella se lanzaran insultos, reproches, incluso en ocasiones, golpes. ¿Por qué?
Tuvieron que pasar algunos años más para que todo cobrara sentido, pero para mí ya era demasiado tarde. A las ingestas clandestinas de bebidas con alcohol, siguieron las salidas adolescentes consumiendo litros de bebidas, aparentemente inocuas.  Las caladas de hachís, las mezclas explosivas de no se sabía qué cosas. Todo ello celebrado con alegría y con fiesta, desinhibidos por el alcohol. Descontrolados. Así siempre, antes de tocar fondo. Antes de que llegaran los vómitos. Antes de las noches sobre el pavimento de algún callejón. Antes de los amaneceres con la cabeza hinchada, pesada y confusa.
Mi madre, desde hacía bastante tiempo, no recuerdo cuanto, está ingresada en un sanatorio psiquiátrico con un diagnóstico de depresión aguda, que parece no tener vuelta atrás. Aunque dudo que nunca tratara de salir de ella. Era más dura su realidad. En ese limbo triste pero seguro, se siente reconfortada. Acabó no reconociéndome y me encontré todavía demasiado pronto con un padre siempre irritable bajo los efectos de su adicción. Adormecido  bajo las consecuencias de la droga. Y sin madre.
Poco a poco, sin apenas darme cuenta, mi dependencia física y psicológica se transformaron en compulsivos. Buscaba inconscientemente los efectos del placer que el alcohol me producía y he tenido varios ingresos en urgencias por sobrepasar los límites que mi cuerpo y sobre todo mi cerebro, eran capaces de sobrellevar. Estoy presa, esclavizada por mi adicción y lo tengo asumido Ese es el diagnóstico que los médicos de forma unánime comparten. Pero no puedo prescindir de lo que necesito. Ahora, con unas controladas dosis de barbitúricos.
Con el diagnóstico asumido, me siento razonablemente feliz. Aceptando mi herencia genética por una parte y mi crónico descontrol inhibidor por la otra. Ambas me activan el cerebro y me hacen ser como soy de forma consciente. Cuando siento las consecuencias de la dopamina a tope, soy capaz de activar la parte creativa del cerebro y escribir, interpretar y gozar todo al máximo. Debido, principalmente, a mi asumida excitación neuronal. Encuentro en esos momentos y en ese estado, mi identidad más sincera. Y me compensa.
Con la vomitona, mi cuerpo se ha vaciado ya del exceso. Me incorporo con la ayuda de la mano amiga que sigue fría. Me has asustado, me dice sonriendo. Ya debería estar acostumbrada a esto, pero es difícil asumir que en uno de esos instantes donde tu cerebro se colapsa, te puedo perder y no lo asumo.

AUTODESCRIPCIÓN


AUTODESCRIPCIÓN    NOV.2019
Soy el revelado de una fotografía en blanco y negro. Esto, que puede sonar metafórico, no lo es. Para mi madre, mi nacimiento fue más bien un tormento, aunque ella nunca jamás dijo esta palabra. Pero yo, que parí a mi primer hijo sin epidural ni anestesia de ningún tipo y que nació de pies, sí que tengo una ligera idea de lo que pudo ser estar tres días de parto. Y más, "dando a luz" en un tercer y último piso al día siguiente de un importante terremoto que,  según parece, se produjo por el tantísimo calor. El médico chorreaba de sudor como un caballo en plena carrera de Ascot. Pero no vi la luz con el temblor de la tierra, no. Fue justo después del revelado. Ni tampoco influyó el seísmo, en mi  manera de mostrarme cuando pequeña pues era más bien melindre. Entre otras cosas era un atributo que daba la época.
Siempre, el azul de mis ojos, ha transmitido suavidad, dulzura, tristeza… pero al crecer, esta sensación, no se ha correspondido con mis trazos gestuales ni con mis colores, saturados, potentes… Pintar como un hombre en los sesenta era un halago. Lo sigue siendo, aunque menos, halago y privilegio lo de ser hombre, pero afortunadamente, quedaron atrás muchos privilegios.
Al cumplir años, reconoces tener asignaturas que no has aprobado. La mayoría, irrecuperables. No sé ir en bicicleta, así que seguiré contaminando. No sé inglés, pero soy bilingüe. No he tomado decisiones importantes en mi vida cuando sé que debería haberlo hecho, pero ya es irremediable. Me he adaptado a situaciones dolorosas y aunque suene a cosa buena, entra en lo negativo. No digo, lo que pienso  en circunstancias que debería decirlo. Quiero enmendarme, pero no lo hago. Y posiblemente tengo muchas más, pero, con los años, la memoria flaquea. Aunque la balanza de la vida, siento que está equilibrada. Mucho de lo recibido o conseguido, me ha gratificado. He ampliado el censo con tres hijos, siete nietos y uno en proceso. Trabajado y disfrutado mucho en lo que elegí siendo muy joven. He podido transmitir actitudes y conocimientos que han hecho felices a otros seres humanos  sensibles (esto creo que es bueno aunque puede ser malo). Me he sentido querida en muchas épocas de mi vida. Incluso deseada. He tenido un amante virtual, que hizo de mí un aprendiz  de poeta al escribir palabras como éstas:
Tus sentidos siempre abiertos / se llenan de mi aroma / te acompaña, / te inunda / y…desde la lejanía / una ráfaga de aire / nos acerca.
Palabras, palabras, / sexo. / Nada existe ya, / solo el recuerdo / adormecido en la distancia.
No podré devolverte / el tiempo tuyo. / Quiero decir: el tiempo / que no te supe dar / el tiempo mío en ti / que nunca fue.
Perdura tu presencia / junto a tu epitafio / y lagrimas inmensas / inundan / estos versos.

jueves, 13 de febrero de 2020

Grandes superficies


Suena el despertador cuando todavía es de noche. Una vez más el insomnio tozudo hizo acto de presencia. Mateo no ha dormido en casa. Su lado vacío en la cama, evidencia lo que hace ya tiempo es evidente, una crisis incurable se ha instalado en nosotros desde hace un tiempo y nuestra  convivencia se resiente. Las  ausencias, tanto físicas como mentales, cada vez son más  frecuentes. Antes hablábamos. Ahora, las palabras se encuentran  perdidas, ocultas por los rincones de nuestra casa. Necesito oír ecos con sonidos de voces, aunque sean las mías.
He llamado un taxi. En pocos minutos lo tendré en la puerta y ahora, mi viaje es lo único que debe importarme. Al salir a la calle, el frescor de la madrugada me despeja. Las farolas, todavía encendidas, proyectan sombras sobre la calzada con un ritmo irregular a consecuencia del viento que a rachas, presagia un típico día otoñal. Son formas hermosas, imágenes que recuerdan movimientos de danza, pero me producen una extraña sensación de ansiedad. Son solo árboles, me digo en voz baja.
Cuando llega, el taxista, introduce mi poco equipaje en el maletero con cara de cansancio y por su actitud, sospecho que  no tiene demasiadas ganas de hablar. A mis observaciones banales, responde siempre con monosílabos. Yo, con mi costumbre de encontrar respuestas lógicas ante todo, deduzco que se debe al cansancio acumulado durante las muchas horas que debe llevar sentado en el coche, o todo lo contrario. Acaba de levantarse y es de los que necesitan ir ajustando su mente a las circunstancias poco a poco. Además  para él soy una extraña que tiene ganas de hablar demasiado temprano. A la mayoría de los taxistas no les gusta entablar conversación con los clientes que durante un corto espacio de tiempo, utilizan su coche. Y también es posible que este coche  no sea suyo  y se siente explotado en su trabajo. Aunque hay días en los que yo también tengo esa sensación. El mío me gusta, es lo que soñé desde muy joven, pero últimamente cada vez me resulta más difícil llevarlo a cabo. Hay mucha competencia y nunca sabes lo que te van a encargar. Y siempre, siempre, hay que demostrar una gran dosis de creatividad, acentuada al mismo tiempo, por una genial ocurrencia.
Con todas estas reflexiones instalándose machaconamente en mis pensamientos, y sin apenas haberme dado cuenta del recorrido hasta el aeropuerto, hemos llegado a la puerta de salidas. A estas horas el tráfico no ha cobrado protagonismo  todavía y la carrera me  ha parecido corta, además de  silenciosa. Al llegar, la luz todavía permanece encendida fuera y dentro del edificio, dándole un aspecto más grandioso del que en realidad tiene. Es un aeropuerto pequeño y cómodo. Al entrar en el  vestíbulo, me sorprende ver tanta gente, no es lo habitual a estas horas. Siempre que voy a Roma  suelo coger este horario de  vuelo y lo hago con bastante frecuencia. Por eso mi extrañeza.
La Agencia Publicitaria para la que trabajo, se encuentra en Italia y tienen su sede central en Roma. Hoy tengo una reunión muy importante, organizada principalmente, para establecer reajustes entre los  colaboradores. Desde hace muchos años, llevo el proyecto completo, incluida su identidad corporativa, de una marca de cosméticos internacional. Mi cometido, el de  fortalecer por medio del diseño los principales valores de la firma, siempre ha sido muy bien aceptado, pero ahora peligra mi continuidad con los nuevos reajustes. Pretenden tener un equipo multidisciplinar coordinado por una sola persona, y yo soy la más capacitada para ese cargo, pero dudo que pudiera  hacerlo como ahora, desde Valencia. La circunstancia de tener que vivir en otro país, creo que alteraría mi vida considerablemente y no me encuentro, a mis años, con las energías necesarias para este reto. Cuando se es joven y estás en el comienzo de una carrera profesional con futuro, no titubeas  en absoluto, te lanzas sin dudarlo. Yo lo hice entonces, pero ahora, aproximándome a los cincuenta…, estoy preocupada.
Aunque podría ser un cambio acertado para solucionar de una vez por todas, mi relación con Mateo, que no tendría por qué  alargarse más de manera absurda. Cada vez somos más incompatibles. Debería ser yo la que planteara la separación y no darle el gustazo de que todos me consideren abandonada. Y también  debería tener clara la voluntad de residir en Roma. Pero para eso, debo afianzar mi trabajo en la Agencia, esto es fundamental y sobre todo imprescindible para poder tomar todas estas decisiones. Significaría un cambio radical en mi vida, y sobre todo, mejoraría mi estado de ánimo, bastante deprimente en estos últimos meses. Mateo y mi trabajo, los dos, en la cuerda floja.
En el mostrador de Ryanair, la compañía que siempre utilizo, están atendiendo a mucha gente que guardan su turno formando una hilera.  En medio de la sala hay carros metálicos abandonados y sobre ellos, montones de maletas aparentemente sin dueño. Oigo voces con acento italiano que atraen mi atención, al tiempo que  gesticulan agitando sus manos. En otro grupo que parecen alemanes, discuten entre ellos, aunque no parecen entenderse. Como no tengo que facturar equipaje y llevo la tarjeta de embarque, decido no  preocuparme del ambiente extraño que se percibe y voy dirigiendo mis pasos  hacía la terminal que me corresponde, como todas, en la primera planta. Allí unas azafatas de tierra, controlan las entradas, aunque me sorprende ser yo la única que accede en este momento.
Dejo mi maleta sobre la cinta trasportadora, después de sacar el ordenador portátil que deposito en la bandeja junto a una pulsera que suele pitar bajo el arco de detección de metales (regalo de Mateo) y  el bolso de mano, del que extraigo previamente el móvil  que dejo con los demás objetos. Una vez pasado el trámite y agradeciendo que no me hayan hecho quitar los zapatos, ni abrir el bolso de bandolera. Con todo, maleta y bolso debidamente cerrados, me dirijo hacia el embarque en la Terminal de Vuelos Internacionales, aunque desde este aeropuerto es un tanto irrisorio el letrero. Siempre para vuelos más largos hay que hacer transbordo en Madrid o Barcelona.
Hasta este momento no había mirado hacia el fondo de la sala. Al hacerlo, me detengo bruscamente y me quedo petrificada por lo que veo: está atiborrada de gente. No entiendo qué pasa. Las mesas de las dos cafeterías que están funcionando, se encuentran totalmente ocupadas. Algunas, con familias enteras, otras, con jóvenes consultando el ordenador. También los sillones, separados a cierta distancia, acogen, tirados literalmente sobre ellos, un número considerable de  personas adormiladas. Más alejados, tumbados en el suelo y tapados con anoraks, varios jóvenes durmiendo con las cabezas sobre sus mochilas a modo de almohadas. Parecen un equipo deportivo por la semejanza de sus ropas.
Algunas luces del altísimo techo parpadean. Desde la distancia se asemejan a relámpagos. Son el complemento perfecto al ambiente hostil y de abandono que se respira en esta zona del aeropuerto. Noto un ligero vahído; debería tomarme un café con leche antes de embarcar. Me acerco a la barra de una de las cafeterías y en ella hay dos mujeres tomándose una infusión, aparentemente relajadas. Llevan ropas ligeras, pantalones amplios y zapatillas cómodas. Dudo que sean españolas, pero les pregunto si saben qué está ocurriendo en este aeropuerto, normalmente tranquilo.
—Sí, las huelgas. Desde ayer tarde, se han anulado muchos vuelos previstos a Roma y no son claros los que salen hoy. Hay que ser  tranquilos, sin prisa. Decir ayer por televisión.
Oigo la palabra tranquilos y me entra un escalofrío. Les doy las gracias. Trato de entender cómo es posible que yo  no esté enterada de la huelga teniendo que coger hoy preciso, un avión. Está claro, estuve todo el día en el estudio terminando los trabajos que tenía entre manos  y acabé muy cansada. Pensado en la  dificultad para dormirme, decidí acostarme pronto y leer un rato, pero ni aún así conseguí descansar, me digo en voz bajita, pero me lo digo.
Creo que mejor será buscar a alguien que pueda informarme. Espero no tener que salir de nuevo. Al recorrer el vestíbulo en sentido contrario, veo en una zona más alejada, casi en penumbra, un grupo de personas mayores sentadas sobre sus propios equipajes. Una mujer, de cabellos totalmente blancos y vestido estampado con flores de colores fuertes, sostiene bajo sus brazos cruzados como si fuera un niño, un bolso enorme. No para de bostezar. Cuando lo hace, permanece con la boca abierta un tiempo  que me parece excesivo. Parece estar  en éxtasis. No entiendo el porqué, pero me llama la atención. ¡Carmen reacciona. Tú también estás encandilada!  Averigua qué pasa.



domingo, 9 de febrero de 2020

LENTEJAS


LENTEJAS
Se puso el viso, las bragas y el sujetador siguieron en el suelo, se puso a caminar por la casa, pensó en el cuchillo, era pequeño, miró el mazo del mortero, tampoco, fue por el pasillo, vio un enchufe, pensó en los dedos húmedos, no le cuadraba, se hacía tarde, la cuerda de tender, abrió el armario de los trastos, había mucha, recordó que la ferretería del barrió cerró y había aprovechado para comprar bastante, en el tendedero daba mucho el sol, hacía tiempo que no la usaba, sí, sería lo mejor. La olla a presión silbó, las lentejas estaban a punto. Él, desnudo,  se removió en el sofá, tendría hambre,   siguió durmiendo. Remedios apagó el fuego y cogió unas tijeras, fue donde la cuerda y cortó un trozo, abrió la nevera, pegó un trago de vino, camino hacia el baño, se miró en el espejo, la cuerda en la mano. Remedios, se dijo, Remedios, tú puedes. Cogió el pintalabios rojo, salió, se dirigió hacia el sofá, por el camino miró la olla, el anillo aún no había bajado del todo,  se apoyó en el reposa-brazos, extendió la cuerda, era roja y blanca, la colocó de golpe en la garganta del hombre, apretó con fuerza, él lanzó sus manos hacia el cuello, los ojos inútiles de sorpresa, Remedios convocó a la muerte, acudió,  la cogió de las manos y le ayudó, el hombre, delgado hombre, movía las piernas, Remedios estaba roja y sus dedos parecían morados de apretar, el cuerpo del hombre daba algún salto, Remedios imploró a la muerte que no la abandonase, Remedios sintió dolor en el pecho, Remedios pensó que a la próxima por la ventana, el hombre dejó de moverse, Remedios soltó la cuerda y lo miró, le dio las gracias a la muerte, cogió el pintalabios y embadurno los labios del hombre. Respiró hondo, suspiró.

Remedios dejó el cuerpo y fue al armario de la despensa, lo abrió, miró la lista pegada con celo al lado del tarro de lentejas, leyó las frases tachadas:

“Tú calla, guarra”
 “No sirves para nada, puta”
“Mueve el culo, zorra”
 “Me cagüen so burra, la sopa está fría”

Tachó:
“Mamona, chupa más rápido o te zurzo”.

Leyó las que quedaban por tachar:

 “Tu puta madre, te la voy a meter hasta el fondo”
 “Cierra la boca, zorra”
 “Aquí mando yo, pendeja”
 “Tú follas y te callas”

Las lentejas ya estarían, abrió la olla, se puso un plato, tenía que tomar fuerzas, habían salido buenas, desde que les ponía un pelín de esas especias marroquíes quedaban más sabrosas. Mañana, camino del trabajo, le daría las gracias al tendero que se las regaló.
Ahora se merecía una buena siesta. El guiso de las lentejas siempre la dejaba exhausta. 


miércoles, 5 de febrero de 2020

Laura Galvany

Tienes un Mini rojo. Llevas Botox en el entrecejo. Tu armario está lleno de ropa. Tu prenda preferida son los chalecos. Chalecos de todos los colores y formas. Tienes uno de ante marrón que a veces tocas, colgado en la percha, y sonríes con malicia. Tienes de todo excepto tiempo.
Siempre vas con prisa. Tu madre no para de repetírtelo, que eres una atolondrada, que las prisas un día te van a matar. 
Caminas con la cabeza por delante del resto de tu cuerpo, las manos juntitas sobre la barriga, los pasitos cortos. Caminas como un obispo que trama un concilio. 
Trabajas desde hace treinta y cuatro años para el Ayuntamiento. Trabajas en la misma sección, en la misma dirección.
Tu familia es muy religiosa. Tienes 8 hermanos y veintiún sobrinos. Tú no tienes hijos, ni pareja. Has permanecido soltera y te has quedado viviendo y cuidando siempre de los papás. Estás harta, les dices constantemente a tus hermanos, pero no te vas. Nunca darás un portazo y te irás.
Tus sobrinos te adoran. Eres la tía que se va de cervezas con ellos en las fiestas del pueblo. Tus hermanos no ven bien que saltes una generación y que te quedes hasta las tantas con gente que no es de tu edad. No son de tu edad, te dicen. Tu madre dice que no sabe a quién has salido y tú le dices: mamá no me agobies, que ya soy mayorcita.
Mayorcita. Tienes 63 años.
Planeas no jubilarte. En la administración se ven muchos casos de gente que se reengancha hasta los setenta. Cualquier cosa antes de regresar a casa y aguantar a tu madre y a tu padre. 
En casa no hay alcohol. Tu madre evita comprarlo porque te conoce, pero en tu despacho tienes una nevera y por las mañanas en el trabajo cerveza va y cerveza viene. Tus compañeros lo saben, murmuran. Imaginas lo que dirán de ti. Cuando termina tu jornada tú misma recoges la bolsa de basura de la papelera del despacho para que la de la limpieza, al día siguiente, no vea cuántos botes han caído. Un día el imbécil de Juan, el administrativo del despacho de enfrente, te dijo que hacías ruido de coche de recién casados. Que te pusieras el cartel de Just Married.
Los días que todo va bien con cuatro, máximo cinco botes, pasas la mañana. Bebes siempre cerveza porque te da el punto y así, si tienes que atender el teléfono, no se te nota. Tú crees que no se te nota. Tú quieres creer que no se te nota, pero a veces los conserjes del edificio te ven tambalearte de lado a lado.
Si tienes que atender a alguien en persona pones la mano delante de la boca, el dedo pulgar en la barbilla, los otros cuatro haciendo cueva delante. Piensas que te da un aire interesante, pensativo, aunque realmente es para evitar que llegue el aliento a alcohol. Pequeños trucos.
Muchos días no quieres volver a casa. Te atrincheras en el despacho y no quieres salir. Entonces los conserjes te llaman por teléfono, van hasta el despacho, te dicen que deben poner la alarma del edificio y que no te puedes quedar. Voy, voy –les dices con tu voz aguda–, tenía un expediente atrasado. Esos días vas directa al bar de tu amigo. Allí te conocen y no les extraña que haya una mujer de sesenta y tres años en la barra. Todo menos volver a casa. No quieres volver porque no lo soportas. Dos viejos. Ciento setenta y seis años entre los dos. Cien mil manías. Mil millones de reproches. Una sola autoridad: tu padre. Nena, esto. Nena, lo otro. Todavía te llaman Nena.
Deberías haberte casado. Deberías haber espabilado y haberte casado, te dices muchas veces. Ahora estas arrepentida. Ya ni recuerdas que te causaba rechazo. No sabes por qué otras mujeres sí pueden. A veces no sabemos las cosas y tampoco las queremos averiguar. 
A veces bromeas con los compañeros: yo quisiera un novio, uno guapo y rico. O si viene un informático o uno de mantenimiento nuevo dices: pa mí, pa mí, éste tan guapo pa mí. Y la gente ríe con la ocurrencia. La gente se ríe contigo. Eres simpática, la gente se ríe mucho contigo. Aunque luego al llegar a casa lloras. Lloras mucho últimamente. Lloras y te sientes grotesca. 

Grandes superficies es un reto de escritura. Un reto asumido, pero no fácil. Existen muchos tipos de superficies. Unas reales, físicas, es...