ESTEROTIPOS. Mujer alcohólica.
Sigo
vomitando. Alguien me sujeta la cabeza, con una mano fría puesta en la frente.
Al contraerse el estómago, sus espasmos, consiguen que la garganta se llene de
nuevo con la masa viscosa que no cesa de expulsar mi cuerpo en el interior de la
taza del wáter. Apesta sobre todo a alcohol, aunque otros olores se
entremezclan al atravesar, el líquido espeso, los orificios de mi nariz. Están
habituadas, mis fosas nasales, al hedor de la podredumbre, a los malos tufos que me han
acompañado desde hace muchos años, pero por lo visto, no se han acostumbrado.
Mi
memoria, trata de entender el principio de lo que desencadenó esta terrible
dependencia. Tendría entonces unos cinco años, no más. Todas las noches se
repetía la misma escena a la que yo tampoco me acostumbraba. Mi madre con el
semblante siempre triste, me preparaba la cena, se sentaba a mi lado y me la
iba dando a pedacitos con el pan, o a
cucharadas la sopa, según el tipo de alimento que había puesto en el plato. Me
apremiaba siempre. Termina antes de que llegue tu padre, me decía. Pero yo me
quedaba absorta con la televisión, sin la cual, no sabía cenar.
Cuando
oíamos la llave en la cerradura, a mi madre los ojos se le humedecían y me daba
con rapidez las cucharadas. El temblor de su mano se acentuaba y en ocasiones, se
le caía el líquido de la cuchara sobre la mesa sin poder evitarlo. Al entrar mi
padre en el comedor, siempre la misma frase, que se repetía la mayoría de las
noches. Con ella, yo recibía su beso con ese olor característico que ha formado
parte de mi vida.
--Pero
que torpe eres. Deja, deja, ya le doy yo la cena a la niña. No sirves ni para eso.
Para
mí, era familiar asociarles a los dos con la palabra torpe --que naturalmente
no entendía--, con el tufo del alcohol y con las lágrimas de mi madre, que
solían ser el final de los monólogos del “pater familia” y con el que se
clausuraba el día. Un día tras otro. Yo era muy pequeña todavía para entender
el significado de las palabras y los sentimientos de los mayores.
--A
tu madre le falta alegría. No se puede ir por la vida con esa cara. Repetía con
frecuencia.
--Vamos tesoro. Papá te dará
la cena mientras te canta una canción.
Y entonaba una copla
imitando sonidos, e incluso gestos, de las situaciones que nombraba. Y yo me
reía. Un padre, cariñoso en demasía. Todo en él era excesivo.
A veces, me daba a probar
algún licor dulce con el que solía terminar la cena, a modo de postre, de caramelo.
Claro que me gustaba. Era dulce y hacía que me sintiera contenta. Tanto es así
que cuando me encontraba sola en casa, abría el armario donde se guardaban los
licores y empinando la botella, daba un sorbo. Yo sola. No necesitaba a nadie,
estaba a mi alcance y me gustaba.
Muchos años después, me he
preguntado por qué mi madre no hacía nada por impedírmelo. Por qué permitía que
su marido, mi padre, me diera a probar bebidas que contenían alcohol. Por qué
estaba siempre como ausente y permitía que sobre ella se lanzaran insultos,
reproches, incluso en ocasiones, golpes. ¿Por qué?
Tuvieron que pasar algunos años
más para que todo cobrara sentido, pero para mí ya era demasiado tarde. A las
ingestas clandestinas de bebidas con alcohol, siguieron las salidas adolescentes
consumiendo litros de bebidas, aparentemente inocuas. Las caladas de hachís, las mezclas explosivas de
no se sabía qué cosas. Todo ello celebrado con alegría y con fiesta,
desinhibidos por el alcohol. Descontrolados. Así siempre, antes de tocar fondo.
Antes de que llegaran los vómitos. Antes de las noches sobre el pavimento de
algún callejón. Antes de los amaneceres con la cabeza hinchada, pesada y
confusa.
Mi madre, desde hacía
bastante tiempo, no recuerdo cuanto, está ingresada en un sanatorio
psiquiátrico con un diagnóstico de depresión aguda, que parece no tener vuelta atrás.
Aunque dudo que nunca tratara de salir de ella. Era más dura su realidad. En ese
limbo triste pero seguro, se siente reconfortada. Acabó no reconociéndome y me
encontré todavía demasiado pronto con un padre siempre irritable bajo los
efectos de su adicción. Adormecido bajo las
consecuencias de la droga. Y sin madre.
Poco a poco, sin apenas
darme cuenta, mi dependencia física y psicológica se transformaron en compulsivos.
Buscaba inconscientemente los efectos del placer que el alcohol me producía y he
tenido varios ingresos en urgencias por sobrepasar los límites que mi cuerpo y
sobre todo mi cerebro, eran capaces de sobrellevar. Estoy presa, esclavizada
por mi adicción y lo tengo asumido Ese es el diagnóstico que los médicos de
forma unánime comparten. Pero no puedo prescindir de lo que necesito. Ahora,
con unas controladas dosis de barbitúricos.
Con el diagnóstico asumido,
me siento razonablemente feliz. Aceptando mi herencia genética por una parte y
mi crónico descontrol inhibidor por la otra. Ambas me activan el cerebro y me
hacen ser como soy de forma consciente. Cuando siento las consecuencias de la
dopamina a tope, soy capaz de activar la parte creativa del cerebro y escribir,
interpretar y gozar todo al máximo. Debido, principalmente, a mi asumida excitación
neuronal. Encuentro en esos momentos y en ese estado, mi identidad más sincera.
Y me compensa.
Con la vomitona, mi cuerpo
se ha vaciado ya del exceso. Me incorporo con la ayuda de la mano amiga que
sigue fría. Me has asustado, me dice sonriendo. Ya debería estar acostumbrada a
esto, pero es difícil asumir que en uno de esos instantes donde tu cerebro se
colapsa, te puedo perder y no lo asumo.
¿República o monarquía? Terrible dilema habiendo una reina de las palabras como tú. Y digo reina, porque si digo diosa, la cosa se me complica más.
ResponderEliminar