sábado, 22 de febrero de 2020

IMPREVISTOS DE LA VIDA (GRANDES SUPERFICIES)


IMPREVISTOS DE LA VIDA  (GRANDES SUPERFICIES) 
Suena el despertador cuando todavía es de noche. Una vez más el insomnio tozudo hizo acto de presencia. Mateo no ha dormido en casa. Su lado vacío en la cama, evidencia lo que hace ya tiempo es obvio: una crisis incurable se ha instalado entre nosotros. Las  ausencias, tanto físicas como mentales, cada vez son más  frecuentes. Antes hablábamos. Ahora, no encontramos las palabras, perdidas por algún rincón de la casa. Necesito oír el eco de una voz, aunque sea la mía.
He llamado un taxi. En pocos minutos lo tendré en la puerta,  ahora, mi viaje es lo único que debe importarme. Al salir a la calle, el frescor de la madrugada me despeja. Las farolas, todavía encendidas, proyectan sombras irregulares sobre la calzada a consecuencia del viento que a rachas, presagia un típico día otoñal. Son formas hermosas, imágenes que recuerdan movimientos de danza, pero me producen una extraña sensación de ansiedad. Son solo árboles, me digo en voz baja.
Cuando llega, el taxista, introduce mi poco equipaje en el maletero con cara de cansancio y por su actitud sospecho que  no tiene demasiadas ganas de hablar. A mis observaciones banales, responde con monosílabos. Podría ser el cansancio acumulado por las horas que lleva sentado en el coche, o por todo lo contrario, tal vez se acaba de levantar y es de los que necesitan ir ajustando su mente a la realidad diaria. También es posible que el coche no sea suyo y se siente explotado en su trabajo. Hay días en los que yo también tengo esa sensación. Y eso que mi trabajo me gusta, es lo que soñé desde muy joven, pero últimamente cada vez me resulta más difícil. Hay mucha competencia y los encargos son cada vez más inverosímiles. Hay que demostrar sin descanso grandes dosis de creatividad y geniales ocurrencias.
Hemos llegado a la puerta de salidas del aeropuerto. A estas horas el tráfico no ha cobrado protagonismo  y la carrera me  ha parecido corta, además de  silenciosa. La luz todavía permanece encendida fuera y dentro del edificio, dándole un aspecto más grandioso del que en realidad tiene. Es un aeropuerto pequeño y cómodo. Al entrar en el  vestíbulo, me sorprende ver tanta gente, no es lo habitual a estas horas. Viajo con bastante frecuencia a Roma y siempre con el mismo vuelo. La Agencia Publicitaria para la que trabajo, tiene su sede en la capital italiana. La reunión de hoy es importante, organizada principalmente para establecer reajustes entre los  colaboradores. Desde hace muchos años, llevo el proyecto completo de una marca de cosméticos internacional, incluida su identidad corporativa. Mi trabajo, fortalecer y actualizar por medio del diseño las principales características de la firma, siempre ha sido muy valorado, pero ahora peligra mi continuidad con los nuevos reajustes. Pretenden tener un equipo multidisciplinar coordinado por una sola persona, y yo soy la más capacitada para ese cargo, pero dudo que aceptaran que lo hiciera desde Valencia. No me encuentro, a mis años, con las energías necesarias para dar un giro tan rotundo a mi vida. Cuando eres joven no titubeas, te lanzas sin dudarlo, pero ahora, aproximándome a los cincuenta…
Aunque si lo pienso, podría ser un buen cambio.  Solucionaría la inminente ruptura de mi matrimonio con Mateo, alargado de manera absurda y  además no le daría el gustazo de que todos me consideraran la abandonada. También vivir en Roma podría mejorar mi estado de ánimo, bastante apagado estos últimos meses. Pero para eso, debo afianzar mi puesto de trabajo en la Agencia y que se convierta en  una posibilidad real.
En el mostrador de Ryanair, la gente guarda su turno formando una hilera.  En medio de la sala hay carros metálicos abandonados y sobre ellos, montones de maletas aparentemente sin dueño. Oigo voces con acento italiano que atraen mi atención, gesticulan agitando sus manos. En otro grupo con aspecto de alemanes, discuten y no parecen entenderse. Como no tengo que facturar equipaje y llevo la tarjeta de embarque, decido no  preocuparme por el ambiente enrarecido, que percibo, y dirijo mis pasos  hacía la terminal en la primera planta. Allí unas azafatas de tierra, controlan las entradas. Me sorprende ser yo la única que accede en este momento.
Dejo mi maleta sobre la cinta trasportadora, después de sacar el ordenador portátil que deposito en la bandeja junto a una pulsera, regalo de Mateo, que suele pitar bajo el arco de detección de metales. Agradezco que no me hayan hecho quitar los zapatos, ni abrir el bolso de bandolera. Me dirijo hacia el embarque.
Hasta este momento no había mirado hacia el fondo de la sala. Al hacerlo, me quedo petrificada: está atiborrada de gente. Las mesas de las dos cafeterías están todas ocupadas. Algunas, con familias enteras, otras, con jóvenes que consultan el ordenador. Y más allá, tumbados en el suelo y tapados con anoraks, varios jóvenes durmiendo, apoyando las cabezas sobre sus mochilas a modo de almohadas. Parecen de un equipo deportivo por la semejanza de sus ropas.
Algunas luces del altísimo techo parpadean. Desde la distancia se asemejan a relámpagos. Son el complemento perfecto al ambiente hostil,  de abandono, que se respira en esta zona del aeropuerto. Noto un ligero vahído; debería tomarme un café con leche antes de embarcar. Me acerco a la barra de una de las cafeterías donde dos mujeres toman una infusión. Llevan ropas ligeras, pantalones amplios y zapatillas cómodas. Dudo que sean españolas, pero les pregunto si saben qué está ocurriendo en este aeropuerto, normalmente tranquilo.
—Las huelgas. Desde ayer, han anulado muchos vuelos a Roma y no son claros los que salen hoy. Hay que ser  tranquilos, sin prisa. Decir ayer por televisión.
Oigo la palabra tranquilos y me entra un escalofrío. Les doy las gracias y me alejo sin tomar nada. Cómo es posible que no me haya enterado de la huelga teniendo que coger hoy preciso un vuelo. Estuve todo el día en el estudio terminando los trabajos que tenía entre manos y acabé muy cansada. Son las razones que me digo.
             En una zona más alejada, casi en penumbra, veo un grupo de personas mayores sentadas sobre sus propios equipajes. Una mujer, de cabellos totalmente blancos y vestido estampado con flores de colores fuertes, sostiene bajo sus brazos cruzados, como si fuera un niño, un bolso enorme. No para de bostezar. Cuando lo hace, permanece con la boca abierta un tiempo  que me parece excesivo. Parece estar  en éxtasis, y yo también al mirarla ¡Espabila Carmen, no te embobes!
Mis ataques de ansiedad, últimamente, son muy frecuentes y noto que ahora mismo estoy en uno de ellos. Busco en el bolso. Sé que no debo abusar de los tranquilizantes, pero ahora necesito una de esas pastillas milagrosas. Saco de una máquina expendedora un botellín de agua y sin apenas detener mis piernas, rápidas, pero extraviadas, doy un sorbo largo y me trago la pastilla. Salgo de la sala de embarques. Tengo necesidad de justificar mi salida ante las azafatas que hace pocos minutos me han facilitado la entrada.
--Perdón, no sabía lo de la huelga y necesito llegar a Roma hoy mismo. Salgo porque tengo que encontrar una solución.
La azafata me mira con cara de no entender nada de lo que le digo, pero no pone ningún obstáculo a mi salida. En realidad ellas controlan las entradas y si vuelvo a pasar por esta misma puerta, volverá a controlarme. Ahora, con cara de pensar que estoy un poco loca, ni abre la boca.
Pregunto en Información cual es el problema de la huelga.
--Es solo la compañía Ryanair la que tiene inactivos a los pilotos y al personal de servicios durante el vuelo. Como desde Valencia vuela a las principales ciudades europeas, el caos que tenemos aquí como habrá comprobado, es enorme. Posiblemente esta noche se consigan acuerdos con los sindicatos y mañana se restablezca la normalidad. Por eso, muchos pasajeros han preferido quedarse en el aeropuerto esperando poder  salir en pocas horas.
Se me cae el mundo encima. Hoy tengo que estar preciso en Roma, le digo. Me sugiere que explique mi urgencia a la compañía y que traten de encontrar alguna solución. La más sencilla sería volar hacia París, y de París a Roma no creo que exista  ningún problema, me dice. Un poco más largo, pero  con la urgencia de llegar hoy… Tengo que dirigirme a la compañía.
Me coloco en la fila e intento tranquilizarme, con el deseo de  que avance rápido. Mientras, observo el desconcierto a mí alrededor. Parece que ahora hay más gente. Varios niños corren persiguiéndose como si estuvieran en un parque. Sigo  a los pequeños con la mirada. De pronto uno se para en seco, inclina la cabeza y vomita. El que corría detrás de él, no puede parar, resbala y cae. En este mismo instante, ante la escena un tanto dantesca, suena mi móvil, es Matías. Lo cuelgo, y unos segundos después vuelve a sonar, pero no contesto. Lo pongo en silencio y sigo con el espectáculo de los niños, sus padres, y la que se ha organizado con la vomitera. Acuden dos mujeres con serrín, escobas y mochos. No sé de donde han salido, pero resuelven como pueden el desaguisado y desaparecen. El suelo queda todavía peor de lo que estaba. Se me revuelve el estómago, noto debilidad y recuerdo que no he desayunado nada.
Estoy muy nerviosa. Todavía no percibo los efectos de la pastilla. Sé que si abuso, su acción disminuye, pero necesito tranquilizarme y mi ansiedad va en aumento. Me dirijo a la joven que se encuentra delante de mí. Sé que cuando converso con alguien, o me hablo a mí misma, hay un efecto terapia.
--Supongo que si estás aquí es porque tú también tienes algún problema a consecuencia de la huelga ¿Dónde pretendes ir?
--Cambiar ticket a París. Yo comprar otro después, más adelante.  Muy estupenda Valencia y los chicos simpáticos--, me dice.
Noto un vahído al escuchar sus palabras. Si entiendo lo que oigo, debe ser un milagro. No es posible tener tanta suerte. Si sólo es cambiar el nombre del pasajero, debe ser sencillo. Y de hecho lo es. Cuando por la impresora sale la tarjeta con mi nombre, no me lo puedo creer. Pago el incremento del nuevo billete a París,  el vuelo desde allí a Roma y con las piernas temblándome, me dirijo al embarque de la compañía francesa. Tranquila Carmen, todo va a salir perfecto. A media mañana estás en Roma y asistes a la reunión.
Se oyen unos graznidos y levanto la mirada como mucha gente. Parece que varios pájaros, han entrado en el recinto y van desorientados buscando una salida. Tropiezan con las  paredes, la mayoría de cristales  y alguno cae al suelo, creando cierta confusión a su alrededor.  Me parecen muy oscuros, negros, no me gustan. Parecen cuervos, pero son más pequeños. Me identifico con ellos. Como yo, quieren salir del dichoso aeropuerto.                   
Acelero el paso, tengo un poco de ahogo. Hay niños que siguen corriendo y el suelo, está lleno de  manchas y pegotes a pesar de las limpiadoras. Algunos jóvenes, sentados en el suelo, están comiéndose un bocadillo. A verlos, confirmo mi hambre, pero no puedo entretenerme, tengo que subir a ese avión.
Está amaneciendo ¡Por fin ya más tranquila! Hemos subido a bordo  y conmigo algunos de los que han pasado la noche aquí, también los alemanes mayores, todos con muy buen color de cara. Seguro que con su buena jubilación, no paran de viajar, que envidia. Yo si no ahorro lo tengo crudo y con la rapidez que pasan los años… Carmen, ¿a qué viene pensar ahora en tu vejez?, solo tienes cuarenta y nueve años, estás en lo mejor de la vida… Tengo que pensar en positivo.
¡Cómo iba a imaginar estar hoy aquí en la capital francesa!, bueno cerquita. Me ha costado un pastón, pero ya decidida llegar a Roma, era necesario. Tengo un buen asiento de ventanilla y ya metida en gastos he pedido una copa de champagne francés que me encanta.  Siento mi cuerpo adormecido, pero consciente y  a gusto después del despegue y con la copa, todo perfecto.
Sin apenas darme cuenta, estamos descendiendo. Me ha venido muy bien este pequeño descanso. Empiezan a verse las pistas de aterrizaje y un brusco movimiento de desplome en el avión, me produce una fuerte sensación de vértigo, tanto, que  aprieto mis manos sobre los apoya brazos tratando de no caerme. Cierro los ojos para intentar serenarme, tanta incertidumbre acumulada estas últimas horas, me pasan factura. Trataré de comer algo nada más llegue. En el vuelo solo servían bebidas y estoy algo desfallecida. Solo un poco desfallecida y también algo achispada. Los fármacos que tomo son incompatibles con el alcohol, pero no creo que un par de copas…
Hacía mucho que no venía a este aeropuerto, me parece más grande que la última vez que estuve. Hay mucha gente por todas partes. Recojo la tarjeta de embarque y busco donde sentarme, me vendrá bien comer algo: un bocadillo y sigo con el cava, así no mezclo y además está buenísimo. Compruebo la hora de embarque y como hay tiempo decido descansar un rato, relajarme. Me distrae observar  a la  gente que circula en todas direcciones. Atrae mi atención una mujer muy mayor toda azul. Desde el pelo, la camisa, el chaleco y hasta una falda de tul con mucho vuelo que llega hasta unas botas con brillantes, todo es de color azul. Me hechiza. Cuando tenga la edad de esta señora me gustaría vestir así. Posiblemente con otro color. De rojo por ejemplo. Me entra una risa floja, sonora. Pareceré un papagayo, digo en voz alta. Los de la mesa de al lado, me miran, pero no me importa. Sigo con el champagne y me tomo otra pastilla para seguir tranquilizándome.
Se oyen unos fuertes ladridos que parecen de perro. De varios perros, por la cantidad y variedad de los alborotados sonidos que escucho. Una especie de caravana con ruedas aparece de pronto llena de galgos, con pedigrí, supongo. No consigo entender donde los llevan. Supongo que a uno de los vuelos, pero me parece muy raro. El que conduce, va emitiendo  pequeños toques de claxon y la gente se aparta para dejarlo pasar. Entre toda esta gente del desfile, van numerosos payasos. Algunos con la cara pintada de blanco y altos capuchones en su cabeza. Otros, echando pelotas al aire sin detenerse y los que visten más o menos normal, aplaudiendo. Trato de razonar, aunque me cuesta. Distracciones del aeropuerto para que no se alargue la espera de los transbordos, supongo.
De repente, sumida en mi distracción y pensando en transbordos, recuerdo el mío. Pago la consumición que me parece abusiva para un bocadillo, aunque el champagne es lo más caro.  Al abrir el bolso, el móvil, abandonado hace mucho, parece que reclame mi atención. Lo he olvidado completamente y está en silencio. Al examinarlo descubro que hay varias llamadas de Mateo, no me acordaba de él. Lo activo y decido que le llamaré antes de embarcar. Voy a dirigirme hacia la puerta que me corresponda, pero tendré que preguntar hacia donde tengo que ir, estoy  desorientada.
En uno de los sillones, leyendo un diario español, veo un hombre de mediana edad y le pregunto si puede indicarme donde es el embarque mostrando mi tarjeta. No lo sabe, lo siento, me dice y continúa leyendo El País. Yo sigo hacia adelante, en la dirección que llevaba, arrastrando mi maleta de ruedas y tratando de  caminar segura y en línea recta. En mis razonamientos, entiendo que la dificultad se debe a que estoy esquivando a toda la muchedumbre que viene en sentido contrario al mío. Me parece  mucha.
  Alguien  que se encuentra a poca distancia y ha escuchado mi pregunta al caballero español, poco amable por cierto, me increpa con una generosa y enorme sonrisa. No sé si lo de la formidable sonrisa se debe a que destaca de manera exagerada sobre el color de su piel, más bien oscura, muy oscura, o que yo, después de las horas que hoy llevo amontonadas, todo lo deformo. No lo sé, pero quedé cautivada al instante con esa sonrisa y sorprendida con lo que me dijo.
--Perdone señorita, no he podido evitar oír la pregunta que usted le ha hecho hace unos minutos al caballero que  parecía español. Yo también lo soy y he entendido que estaba perdida. Y ahora le tengo que decir, aunque lo siento, que está mucho más alejada de su terminal que antes.
--¿Usted es español?— sin poder verme, imagino la cara de asombro que pongo ante el negro que tengo delante— ¿y estoy más perdida que antes?
--Aunque le parezca extraño, soy tan español como usted.
--Perdone, no quería ofenderle. No soy xenófoba en absoluto, pero me ha sorprendido, supongo, por estar en un aeropuerto tan internacional, con tantas razas, tantas personas distintas,  tantas… perdone, me estoy mareando…
Me sujeta del brazo, me acerca hacia uno de los sillones y me facilita que me siente. Acerca mi maleta y… justo en ese momento vuelve a sonar mi móvil desde el bolso. No lo cojo, por supuesto, y dejo que, el negro de amplia sonrisa, me traiga un botellín de agua y se preocupe de mi mareo y me mire con dulzura. O al menos a mí me parece que es una sonrisa acaramelada.
--Para mi vuelo, faltan muchas horas, pero el suyo me temo que ya ha salido. Han estado llamándola por megafonía durante mucho rato… y parece que no se ha enterado.
Un cúmulo de reacciones acuden a mi cabeza. Sentimientos confusos: indignación, desconsuelo, tristeza, ira… miedo, desinhibición, sarcasmo, cinismo…
--Pues que se vaya al carajo, el vuelo, Roma, Mateo y la madre que lo parió… --digo sintiéndome muy relajada.
--¿Se encuentra bien señorita?
--Me encuentro perfectamente.
Hace mucho que nadie me llamaba señorita.

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