miércoles, 5 de febrero de 2020

Laura Galvany

Tienes un Mini rojo. Llevas Botox en el entrecejo. Tu armario está lleno de ropa. Tu prenda preferida son los chalecos. Chalecos de todos los colores y formas. Tienes uno de ante marrón que a veces tocas, colgado en la percha, y sonríes con malicia. Tienes de todo excepto tiempo.
Siempre vas con prisa. Tu madre no para de repetírtelo, que eres una atolondrada, que las prisas un día te van a matar. 
Caminas con la cabeza por delante del resto de tu cuerpo, las manos juntitas sobre la barriga, los pasitos cortos. Caminas como un obispo que trama un concilio. 
Trabajas desde hace treinta y cuatro años para el Ayuntamiento. Trabajas en la misma sección, en la misma dirección.
Tu familia es muy religiosa. Tienes 8 hermanos y veintiún sobrinos. Tú no tienes hijos, ni pareja. Has permanecido soltera y te has quedado viviendo y cuidando siempre de los papás. Estás harta, les dices constantemente a tus hermanos, pero no te vas. Nunca darás un portazo y te irás.
Tus sobrinos te adoran. Eres la tía que se va de cervezas con ellos en las fiestas del pueblo. Tus hermanos no ven bien que saltes una generación y que te quedes hasta las tantas con gente que no es de tu edad. No son de tu edad, te dicen. Tu madre dice que no sabe a quién has salido y tú le dices: mamá no me agobies, que ya soy mayorcita.
Mayorcita. Tienes 63 años.
Planeas no jubilarte. En la administración se ven muchos casos de gente que se reengancha hasta los setenta. Cualquier cosa antes de regresar a casa y aguantar a tu madre y a tu padre. 
En casa no hay alcohol. Tu madre evita comprarlo porque te conoce, pero en tu despacho tienes una nevera y por las mañanas en el trabajo cerveza va y cerveza viene. Tus compañeros lo saben, murmuran. Imaginas lo que dirán de ti. Cuando termina tu jornada tú misma recoges la bolsa de basura de la papelera del despacho para que la de la limpieza, al día siguiente, no vea cuántos botes han caído. Un día el imbécil de Juan, el administrativo del despacho de enfrente, te dijo que hacías ruido de coche de recién casados. Que te pusieras el cartel de Just Married.
Los días que todo va bien con cuatro, máximo cinco botes, pasas la mañana. Bebes siempre cerveza porque te da el punto y así, si tienes que atender el teléfono, no se te nota. Tú crees que no se te nota. Tú quieres creer que no se te nota, pero a veces los conserjes del edificio te ven tambalearte de lado a lado.
Si tienes que atender a alguien en persona pones la mano delante de la boca, el dedo pulgar en la barbilla, los otros cuatro haciendo cueva delante. Piensas que te da un aire interesante, pensativo, aunque realmente es para evitar que llegue el aliento a alcohol. Pequeños trucos.
Muchos días no quieres volver a casa. Te atrincheras en el despacho y no quieres salir. Entonces los conserjes te llaman por teléfono, van hasta el despacho, te dicen que deben poner la alarma del edificio y que no te puedes quedar. Voy, voy –les dices con tu voz aguda–, tenía un expediente atrasado. Esos días vas directa al bar de tu amigo. Allí te conocen y no les extraña que haya una mujer de sesenta y tres años en la barra. Todo menos volver a casa. No quieres volver porque no lo soportas. Dos viejos. Ciento setenta y seis años entre los dos. Cien mil manías. Mil millones de reproches. Una sola autoridad: tu padre. Nena, esto. Nena, lo otro. Todavía te llaman Nena.
Deberías haberte casado. Deberías haber espabilado y haberte casado, te dices muchas veces. Ahora estas arrepentida. Ya ni recuerdas que te causaba rechazo. No sabes por qué otras mujeres sí pueden. A veces no sabemos las cosas y tampoco las queremos averiguar. 
A veces bromeas con los compañeros: yo quisiera un novio, uno guapo y rico. O si viene un informático o uno de mantenimiento nuevo dices: pa mí, pa mí, éste tan guapo pa mí. Y la gente ríe con la ocurrencia. La gente se ríe contigo. Eres simpática, la gente se ríe mucho contigo. Aunque luego al llegar a casa lloras. Lloras mucho últimamente. Lloras y te sientes grotesca. 

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