jueves, 13 de febrero de 2020

Grandes superficies


Suena el despertador cuando todavía es de noche. Una vez más el insomnio tozudo hizo acto de presencia. Mateo no ha dormido en casa. Su lado vacío en la cama, evidencia lo que hace ya tiempo es evidente, una crisis incurable se ha instalado en nosotros desde hace un tiempo y nuestra  convivencia se resiente. Las  ausencias, tanto físicas como mentales, cada vez son más  frecuentes. Antes hablábamos. Ahora, las palabras se encuentran  perdidas, ocultas por los rincones de nuestra casa. Necesito oír ecos con sonidos de voces, aunque sean las mías.
He llamado un taxi. En pocos minutos lo tendré en la puerta y ahora, mi viaje es lo único que debe importarme. Al salir a la calle, el frescor de la madrugada me despeja. Las farolas, todavía encendidas, proyectan sombras sobre la calzada con un ritmo irregular a consecuencia del viento que a rachas, presagia un típico día otoñal. Son formas hermosas, imágenes que recuerdan movimientos de danza, pero me producen una extraña sensación de ansiedad. Son solo árboles, me digo en voz baja.
Cuando llega, el taxista, introduce mi poco equipaje en el maletero con cara de cansancio y por su actitud, sospecho que  no tiene demasiadas ganas de hablar. A mis observaciones banales, responde siempre con monosílabos. Yo, con mi costumbre de encontrar respuestas lógicas ante todo, deduzco que se debe al cansancio acumulado durante las muchas horas que debe llevar sentado en el coche, o todo lo contrario. Acaba de levantarse y es de los que necesitan ir ajustando su mente a las circunstancias poco a poco. Además  para él soy una extraña que tiene ganas de hablar demasiado temprano. A la mayoría de los taxistas no les gusta entablar conversación con los clientes que durante un corto espacio de tiempo, utilizan su coche. Y también es posible que este coche  no sea suyo  y se siente explotado en su trabajo. Aunque hay días en los que yo también tengo esa sensación. El mío me gusta, es lo que soñé desde muy joven, pero últimamente cada vez me resulta más difícil llevarlo a cabo. Hay mucha competencia y nunca sabes lo que te van a encargar. Y siempre, siempre, hay que demostrar una gran dosis de creatividad, acentuada al mismo tiempo, por una genial ocurrencia.
Con todas estas reflexiones instalándose machaconamente en mis pensamientos, y sin apenas haberme dado cuenta del recorrido hasta el aeropuerto, hemos llegado a la puerta de salidas. A estas horas el tráfico no ha cobrado protagonismo  todavía y la carrera me  ha parecido corta, además de  silenciosa. Al llegar, la luz todavía permanece encendida fuera y dentro del edificio, dándole un aspecto más grandioso del que en realidad tiene. Es un aeropuerto pequeño y cómodo. Al entrar en el  vestíbulo, me sorprende ver tanta gente, no es lo habitual a estas horas. Siempre que voy a Roma  suelo coger este horario de  vuelo y lo hago con bastante frecuencia. Por eso mi extrañeza.
La Agencia Publicitaria para la que trabajo, se encuentra en Italia y tienen su sede central en Roma. Hoy tengo una reunión muy importante, organizada principalmente, para establecer reajustes entre los  colaboradores. Desde hace muchos años, llevo el proyecto completo, incluida su identidad corporativa, de una marca de cosméticos internacional. Mi cometido, el de  fortalecer por medio del diseño los principales valores de la firma, siempre ha sido muy bien aceptado, pero ahora peligra mi continuidad con los nuevos reajustes. Pretenden tener un equipo multidisciplinar coordinado por una sola persona, y yo soy la más capacitada para ese cargo, pero dudo que pudiera  hacerlo como ahora, desde Valencia. La circunstancia de tener que vivir en otro país, creo que alteraría mi vida considerablemente y no me encuentro, a mis años, con las energías necesarias para este reto. Cuando se es joven y estás en el comienzo de una carrera profesional con futuro, no titubeas  en absoluto, te lanzas sin dudarlo. Yo lo hice entonces, pero ahora, aproximándome a los cincuenta…, estoy preocupada.
Aunque podría ser un cambio acertado para solucionar de una vez por todas, mi relación con Mateo, que no tendría por qué  alargarse más de manera absurda. Cada vez somos más incompatibles. Debería ser yo la que planteara la separación y no darle el gustazo de que todos me consideren abandonada. Y también  debería tener clara la voluntad de residir en Roma. Pero para eso, debo afianzar mi trabajo en la Agencia, esto es fundamental y sobre todo imprescindible para poder tomar todas estas decisiones. Significaría un cambio radical en mi vida, y sobre todo, mejoraría mi estado de ánimo, bastante deprimente en estos últimos meses. Mateo y mi trabajo, los dos, en la cuerda floja.
En el mostrador de Ryanair, la compañía que siempre utilizo, están atendiendo a mucha gente que guardan su turno formando una hilera.  En medio de la sala hay carros metálicos abandonados y sobre ellos, montones de maletas aparentemente sin dueño. Oigo voces con acento italiano que atraen mi atención, al tiempo que  gesticulan agitando sus manos. En otro grupo que parecen alemanes, discuten entre ellos, aunque no parecen entenderse. Como no tengo que facturar equipaje y llevo la tarjeta de embarque, decido no  preocuparme del ambiente extraño que se percibe y voy dirigiendo mis pasos  hacía la terminal que me corresponde, como todas, en la primera planta. Allí unas azafatas de tierra, controlan las entradas, aunque me sorprende ser yo la única que accede en este momento.
Dejo mi maleta sobre la cinta trasportadora, después de sacar el ordenador portátil que deposito en la bandeja junto a una pulsera que suele pitar bajo el arco de detección de metales (regalo de Mateo) y  el bolso de mano, del que extraigo previamente el móvil  que dejo con los demás objetos. Una vez pasado el trámite y agradeciendo que no me hayan hecho quitar los zapatos, ni abrir el bolso de bandolera. Con todo, maleta y bolso debidamente cerrados, me dirijo hacia el embarque en la Terminal de Vuelos Internacionales, aunque desde este aeropuerto es un tanto irrisorio el letrero. Siempre para vuelos más largos hay que hacer transbordo en Madrid o Barcelona.
Hasta este momento no había mirado hacia el fondo de la sala. Al hacerlo, me detengo bruscamente y me quedo petrificada por lo que veo: está atiborrada de gente. No entiendo qué pasa. Las mesas de las dos cafeterías que están funcionando, se encuentran totalmente ocupadas. Algunas, con familias enteras, otras, con jóvenes consultando el ordenador. También los sillones, separados a cierta distancia, acogen, tirados literalmente sobre ellos, un número considerable de  personas adormiladas. Más alejados, tumbados en el suelo y tapados con anoraks, varios jóvenes durmiendo con las cabezas sobre sus mochilas a modo de almohadas. Parecen un equipo deportivo por la semejanza de sus ropas.
Algunas luces del altísimo techo parpadean. Desde la distancia se asemejan a relámpagos. Son el complemento perfecto al ambiente hostil y de abandono que se respira en esta zona del aeropuerto. Noto un ligero vahído; debería tomarme un café con leche antes de embarcar. Me acerco a la barra de una de las cafeterías y en ella hay dos mujeres tomándose una infusión, aparentemente relajadas. Llevan ropas ligeras, pantalones amplios y zapatillas cómodas. Dudo que sean españolas, pero les pregunto si saben qué está ocurriendo en este aeropuerto, normalmente tranquilo.
—Sí, las huelgas. Desde ayer tarde, se han anulado muchos vuelos previstos a Roma y no son claros los que salen hoy. Hay que ser  tranquilos, sin prisa. Decir ayer por televisión.
Oigo la palabra tranquilos y me entra un escalofrío. Les doy las gracias. Trato de entender cómo es posible que yo  no esté enterada de la huelga teniendo que coger hoy preciso, un avión. Está claro, estuve todo el día en el estudio terminando los trabajos que tenía entre manos  y acabé muy cansada. Pensado en la  dificultad para dormirme, decidí acostarme pronto y leer un rato, pero ni aún así conseguí descansar, me digo en voz bajita, pero me lo digo.
Creo que mejor será buscar a alguien que pueda informarme. Espero no tener que salir de nuevo. Al recorrer el vestíbulo en sentido contrario, veo en una zona más alejada, casi en penumbra, un grupo de personas mayores sentadas sobre sus propios equipajes. Una mujer, de cabellos totalmente blancos y vestido estampado con flores de colores fuertes, sostiene bajo sus brazos cruzados como si fuera un niño, un bolso enorme. No para de bostezar. Cuando lo hace, permanece con la boca abierta un tiempo  que me parece excesivo. Parece estar  en éxtasis. No entiendo el porqué, pero me llama la atención. ¡Carmen reacciona. Tú también estás encandilada!  Averigua qué pasa.



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