Lo tiene todo calculado, el muy cínico. Que le corroe el resquemor resentido de no ser nadie. El subalterno de la estrella, el agregado. Pequeñas venganzas de segundón.
Porque vamos a ver, si tú le dices a tu cadi que esté a las nueve y son las nueve y cuarto, las nueve y veinte, las nueve y veintisiete, lo normal es preocuparse, pensar si es que habrá pasado algo. Y a las diez menos diez de repente aparece, sin disculparse, el galán de cine, el gigante estira carritos, el gerente de cuatro palos, sonriente, sin prisas. Ahí, ahí es donde él se regodea en su victoria. Y a mi me entran los siete males y se me lleva la ira de Dios. Él sonriendo y yo rabiando sencillamente porque me sobra inteligencia para saber que las grandes sonrisas esconden grandes traidores.
–¿Hierro cinco, master?
–Sí.
Míralo. Porque él responsabilidad ninguna. Él sólo estirar el puñetero carro y poner la mano a fin de mes. ¿Hierro cinco? ¿Hierro cinco? Pero quién tira, quién falla, a quién agobian en el restaurante pidiendo la foto o la puñetera firmita. Quién no puede abrir la boca ni mostrar una opinión sin que se arme una guerra nuclear.
Qué felicidad no tener que pagar facturas, ni tener que lidiar con los buitres de tus abogados. Que cada vez que lanzo la pelotita veo la cara de la hija de mi abogado poniendo morritos porque quiere estudiar en Estados Unidos. Qué felicidad ponerte la ropa que te de la gana. Sin marcas. Del chino. Y andar por la calle sin que nadie se de la vuelta o se digan escuchitas: es él, es él.
Míralo, qué cuajo. Desde luego, qué felicidad no ser nadie.
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